Por tierras de Portugal: las Aldeas históricas (X). Belmonte
lasveredasdelatierra
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Belmonte ocultó su rostro maltratado por el tiempo bajo el velo de una noche sin luna ni estrellas, temeroso de mostrar los estragos que los siglos dejaron en él cuando en su lozana juventud de hace mil años, lucía tan hermoso que sus padrinos de pila lo bautizaron con el nombre de Bellum Montem o Bello monte y, ciertamente, no hubo de ser feo pues aún hoy da señales de un pasado mejor.
Situado geográficamente en el centro del núcleo de las Aldeas históricas lo tomamos como punto de partida para conocer los pueblos vecinos, dejando las visitas a Belmonte para cuando regresábamos de la tournée, ya caída la tarde, por lo que solo alcanzamos a ver de él lo poco que las sombras nos permitían. Tomamos una cerveza en un bar con menguada parroquia y nada caliente para cenar, y salimos a pasear por las oscuras calles de la antigua judería, al pie del castillo, que entre la nebulosa se erguía amenazante sin que la elegante ventana de estilo manuelino lograse limar su hechura de fortaleza medieval.


Apenas echamos a andar sentí retroceder en el tiempo, ajeno a la animada conversación de mis acompañantes. Buscaba señales entre la semipenumbra que revelasen el pasado de la próspera comunidad judía que allí habitó desde el reinado de Dom Dinis hasta su expulsión un siglo después, hace ya quinientos años. Con el recuerdo puesto en aquellos acontecimientos creí verlos, en mi obsesión, en la cruz blanca pintada sobre una puerta de chapa señalando su morada a un ángel exterminador con espada flamígera, en los retorcidos cuernos del demonio representado en un graffiti callejero y hasta en los ojos luciferinos del gato negro apostado sobre el frío muro de piedra.



Un limonero tendía sus ramas cargadas de frutos y colores mediterráneos, verdes y amarillos, sobre la tapia de un huerto abandonado. Recuerdo la intensa acidez de la cáscara del limón entre los dientes y el de su carne fresca y casi dulce en mi boca, dos caras de una moneda, las mismas que encontré en la cruz, los cuernos y el gato y, las más esperanzadoras de la sinagoga de Bet Eliahu iluminada por una farola de luz macilenta, los carteles del Mercado Kosher o el candelabro de nueve brazos usado para la celebración del Hanukkah o Fiesta de la Luces; dos caras de la misma moneda, una agria y otra apacible, esparcidas por la localidad a la que medio centenar de judíos han regresado desde los años 90 para quedarse en la tierra de sus ancestros.






Antes de marchar madrugué para despedirme de la villa de Belmonte y verla a la luz del día por si tenía algo más que contarme. Y fue así, como entre la nebulosa de la historia vine a encontrarme en una plazuela con fingido aire de espesa selva amazónica con tan solo un magnolio y dos palmeras, con Pedro Álvares Cabral, descubridor de Brasil. Posaba con rostro severo el más ilustre hijo de la villa, con la espada del conquistador y la cruz del descubridor en una mano, y en la otra un elegante bonete rematado con la Cruz de la Orden de Cristo que adornara en tiempos pasados las velas de los navíos portugueses que surcaban desconocidos océanos. Sus cenizas reposaban la noche anterior en el Panteón familiar de los Cabral, junto al castillo y la iglesia de Santiago pero, como yo, decidió don Pedro sacudirse el polvo del sepulcro y salir a tomar un poco de aire fresco por la ciudad.


Estaba Cabral bastante enojado porque António Carlos, consultor inmobiliario, le había restado protagonismo y era ahora el personaje más influyente de Belmonte. Su imagen, asomada en las ventanas y balcones de Belmonte, es la de un triunfador que hace fortuna sobre los escombros de las casas en ruina que pueblan el casco urbano de la está Aldea histórica.




Estaba Cabral bastante enojado porque António Carlos, consultor inmobiliario, le había restado protagonismo y era ahora el personaje más influyente de Belmonte. Su imagen, asomada en las ventanas y balcones de Belmonte, es la de un triunfador que hace fortuna sobre los escombros de las casas en ruina que pueblan el casco urbano de la está Aldea histórica.

De regreso a España hicimos una última parada a dos kilómetros de Belmonte para visitar la enigmática Centum Cellas, un edificio de época romana y función desconocida, con sillares muy bien labrados, resguardado entre viñedos, y que milagrosamente todavía se mantiene a salvo de la bandera tricolor de António Carlos, promotor inmobiliario n° 1 de la región central portuguesa que, de haberse enterado de la existencia de este gran despojo histórico, ya le habría colgado el cartel de "Vende-se".