miércoles, 28 de noviembre de 2018

Por tierras de Portugal: las Aldeas históricas (X). Belmonte

3:18

Belmonte ocultó su rostro maltratado por el tiempo bajo el velo de una noche sin luna ni estrellas, temeroso de mostrar los estragos que los siglos dejaron en él cuando en su lozana juventud de hace mil años, lucía tan hermoso que sus padrinos de pila lo bautizaron con el nombre de Bellum Montem o Bello monte y, ciertamente, no hubo de ser feo pues aún hoy da señales de un pasado mejor.



Situado geográficamente en el centro del núcleo de las Aldeas históricas lo tomamos como punto de partida para conocer los pueblos vecinos, dejando las visitas a Belmonte para cuando regresábamos de la tournée, ya caída la tarde, por lo que solo alcanzamos a ver de él lo poco que las sombras nos permitían. Tomamos una cerveza en un bar con menguada parroquia y nada caliente para cenar, y salimos a pasear por las oscuras calles de la antigua judería, al pie del castillo, que entre la nebulosa se erguía amenazante sin que la elegante ventana de estilo manuelino lograse limar su hechura de fortaleza medieval. 







Apenas echamos a andar sentí retroceder en el tiempo, ajeno a la animada conversación de mis acompañantes. Buscaba señales entre la semipenumbra que revelasen el pasado de la próspera comunidad judía que allí habitó desde el reinado de Dom Dinis hasta su expulsión un siglo después, hace ya quinientos años. Con el recuerdo puesto en aquellos acontecimientos creí verlos, en mi obsesión, en la cruz blanca pintada sobre una puerta de chapa señalando su morada a un ángel exterminador con espada flamígera, en los retorcidos cuernos del demonio representado en un graffiti callejero y hasta en los ojos luciferinos del gato negro apostado sobre el frío muro de piedra.

       

 

Un limonero tendía sus ramas cargadas de frutos y colores mediterráneos, verdes y amarillos, sobre la tapia de un huerto abandonado. Recuerdo la intensa acidez de la cáscara del limón entre los dientes y el de su carne fresca y casi dulce en mi boca, dos caras de una moneda, las mismas que encontré en la cruz, los cuernos y el gato y, las más esperanzadoras de la sinagoga de Bet Eliahu iluminada por una farola de luz macilenta, los carteles del Mercado Kosher o el candelabro de nueve brazos usado para la celebración del Hanukkah o Fiesta de la Luces; dos caras de la misma moneda, una agria y otra apacible, esparcidas por la localidad a la que medio centenar de judíos han regresado desde los años 90 para quedarse en la tierra de sus ancestros.

        

Antes de marchar madrugué para despedirme de la villa de Belmonte y verla a la luz del día por si tenía algo más que contarme. Y fue así, como entre la nebulosa de la historia vine a encontrarme en una plazuela con fingido aire de espesa selva amazónica con tan solo un magnolio y dos palmeras, con Pedro Álvares Cabral, descubridor de Brasil. Posaba con rostro severo el más ilustre hijo de la villa, con la espada del conquistador y la cruz del descubridor en una mano, y en la otra un elegante bonete rematado con la Cruz de la Orden de Cristo que adornara en tiempos pasados las velas de los navíos portugueses que surcaban desconocidos océanos. Sus cenizas reposaban la noche anterior en el Panteón familiar de los Cabral, junto al castillo y la iglesia de Santiago pero, como yo, decidió don Pedro sacudirse el polvo del sepulcro y salir a tomar un poco de aire fresco por la ciudad. 



 

Estaba Cabral bastante enojado porque António Carlos, consultor inmobiliario, le había restado protagonismo y era ahora el personaje más influyente de Belmonte. Su imagen, asomada en las ventanas y balcones de Belmonte, es la de un triunfador que hace fortuna sobre los escombros de las casas en ruina que pueblan el casco urbano de la está Aldea histórica.


       

       

De regreso a España hicimos una última parada a dos kilómetros de Belmonte para visitar la enigmática Centum Cellas, un edificio de época romana y función desconocida, con sillares muy bien labrados, resguardado entre viñedos, y que milagrosamente todavía se mantiene a salvo de la bandera tricolor de António Carlos, promotor inmobiliario n° 1 de la región central portuguesa que, de haberse enterado de la existencia de este gran despojo histórico, ya le habría colgado el cartel de "Vende-se".


 

martes, 20 de noviembre de 2018

Por tierras de Portugal: las Aldeas históricas (II). Castelo Mendo.

3:41
Murallas de sillares primorosamente tallados se ciñen a la aldea de Castelo Mendo como una armadura al cuerpo de un guerrero medieval. Emplazada como las demás Aldeas Históricas en un cerro sobre el que se empingorota el antiguo castillo, del que hoy solo quedan sus cimientos, se accede a ella a través de las Puertas de la Villa flanqueadas por sólidas torres, custodiadas por dos verracos esculpidos en granito por los vetones, siglos antes de que naciese Cristo.


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Traspasar el umbral es viajar en el tiempo. Por la quietud de sus calles, diríase que todos sus habitantes descansan en el cementerio extramuros. Nos aventuramos en ella enfilando por el arrabal de San Pedro que desemboca en la plaza donde se yergue un impresionante "pelourinho" o picota, símbolo del poder administrativo y judicial de la villa, muy grande si se juzgase por los siete metros de altura que alcanza éste. 

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Ninguno de los tres vecinos con los que nos cruzamos en la villa nos dieron los buenos días. Mendo y Menda llevan siglos pendientes el uno del otro, mirándose frente a frente, sin cruzarse palabra. Hay quiénes dicen que sus rostros groseramente labrados en piedra junto a la puerta de Don Sancho hablan de una historia de amor imposible. El tercero es el relamido don Miguel Augusto de Mendoça, hidalgo de la Casa Real y Comendador de la orden de San Benito de Aviz, que duerme solitario y arropado por la fría tierra en una tumba próxima a la puerta del castillo, y al que nadie puso flores en su lápida el día de Todos los Santos. 

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En Castelo Mendo solo parece tener vida el rebaño de ovejas que pasta a los pies de la muralla, junto a un carro cargado de enormes calabazas amarillas destinadas a la celebración de la fiesta de Halloween en el cercano camposanto.

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Por tierras de Portugal: las Aldeas históricas (I). Castelo Bom

2:20

Al otro lado de la imprecisa línea que en época medieval delimitó la frontera entre España y Portugal, en una zona abatida por la emigración, despoblada y pobre, se conservan en su estado primigenio un conjunto de pueblos de belleza extraordinaria. Se encuentran a caballo entre la Beira Alta y la Beira Baixa, en el centro-norte del país vecino, y se conocen desde solo hace unas décadas como las Aldeas históricas de Portugal. Atraído por las piedras y la historia como las moscas por la miel, sugerí a unos amigos recorrer la zona, no sin temor de que sufrieran una indigestión de fortalezas, paisajes berroqueños, murallas y arquitectura popular. Al menos han superado la prueba del primer día y además les ha gustado tanto como a mí, así es que animados continuaremos la ruta mañana, acompañados por un tiempo agradable, fresco y sin lluvia, óptimo para pasear.

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Hoy visitamos tres de los doce pueblos previstos, bueno, cuatro en realidad si contamos con la escapada a Aldea del Obispo, en Salamanca, para ver el Real Fuerte de la Concepción, una fortaleza española del s. XVII.

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No voy a apresurarme para contar este relato, que me temo durará tanto como pueblos visitemos con ánimo de darlos a conocer a quiénes lo deseen por si un día tienen el buen gusto de acercarse hasta aquí para que sean ellos mismos lo cuenten a otros.

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Yo amo Portugal, su tierras, sus gentes sencillas y trabajadoras, su gastronomía, en especial el "frango" a la cazuela y el bacalao preparado de mil formas, su historia y su patrimonio. Siempre regreso a él con alegría, como el que va a visitar a un pariente lejano y querido. Y hoy, la primera satisfacción nada más pisar está tierra, fue saber que era una hora menos que en España porque eso significaba que tendría una hora más para disfrutarlo.

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Y, sin más preámbulos, publico las fotos de una pequeña aldea donde vive medio centenar de personas, de las que solo alcanzamos a ver media docena. Se trata de Castelo Bom, una freguesia -parroquia- que depende de Almeida. Con mucho superó las expectativas de lo que había visto y leído previamente sobre ella. Las imágenes lo dicen todo.
           
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