En el año 96 escribí un texto que quedó extraviado en
algún lugar. Se trataba de una de esas historias de “miedo” que tanto gusta a
los niños de oír. Todavía recuerdo a mis hijos agarrándose nerviosos entre sí,
expectantes, conteniendo la respiración o gritando nerviosos al menor
aspaviento del narrador, por más que conociesen el final del relato. Se lo leí
tantas veces que 22 años después lo recuerdo casi de memoria. Lo reescribo de
nuevo por si alguna vez quisieran ellos contárselo a sus hijos si los hubiere.
Los hechos ocurrieron en la casa del Doctor Centeno, una
vivienda que allí llaman "quinta" situada en las afueras de Maturín,
Venezuela, la capital petrolera del estado de Monagas, conocida también como
"la bacinilla del cielo" por las desaforadas lluvias que caían sobre
la ciudad. Frente a ella pasa la carretera que lleva a Ciudad Bolívar, al otro
lado del río Orinoco. La quinta,
equiparable a lo que en España llamamos una manzana, ocupaba una considerable
extensión de terreno. La casa estaba rodeada por un jardín poblado de abundante
vegetación tropical, con numerosas especies de mangos y frutales hasta entonces
desconocidos para mí: cambures, papayas, parchitas, guanábanos que hacían
nuestras delicias diarias. A pesar de ser un lugar idílico para vivir, conocida
por todos excepto por nosotros, la casa permaneció abandonada durante años al
estar considerada como una vivienda con espíritus que nadie estaba dispuesta
habitar.
Contactamos con la propietaria, una señora menuda entrada
en años, viuda del doctor Centeno, que tras un acuerdo hizo una concienzuda
reforma y nos la alquiló por un precio irrisorio con ánimo de poner fin a la
leyenda negra que pesaba sobre su antiguo hogar. Desde ese momento sería la
sede social de Sondagens de Venezuela y vivienda de los trabajadores que
estábamos allí desplazados. Como el país era bastante inseguro contratamos a
Mario como “guachimán”, un término españolizado del inglés watchman que
significa vigilante, y a Yelitza como señora de la limpieza, una de las cinco hijas
reconocidas que el viejo Mario tuvo con cinco mujeres diferentes. No entramos a
vivir en "Fortaleza", nombre de la casa, sin que algunos, empezando
por el guachimán, nos advirtiera del riesgo que corríamos en aquella vivienda
encantada, nada de extrañar conociendo la naturaleza supersticiosa del
venezolano. Álvaro Anapaz, angoleño de nacimiento, y yo mismo, fuimos los
primeros y casi únicos habitantes de la casa porque finalmente las operaciones
de perforación de pozos de petróleo se desplazaron al estado vecino de
Anzoátegui, en el área de El Tigre.
El doctor Centeno, propietario de la quinta, murió
ahogado en una bañera en extrañas circunstancias. Desde entonces no dejaron de
ocurrir extraños fenómenos en el lugar y yo fui a ocupar, sin saberlo, el
dormitorio del finado. Dormía en su cama y usaba el aseo donde se encontraba
una gran bañera de hierro fundido, lacada en blanco y con cuatro garras de león
por base, en la que al desdichado le sorprendió la Parca mientras se bañaba.
Las primeras manifestaciones de fenómenos paranormales se pusieron en evidencia
nada más ocupar la casa. Lo más usual eran los violentos portazos que hacían
retemblar las paredes y amenazaban con hacer astillas los batientes de las
puertas. Al principio le restamos importancia justificándolo con imprevistas
corrientes de aire, sin embargo, con cada golpe Mario y Yelitza nos
interrogaban sin hablar con sus semblantes demudados esperando una respuesta
que no teníamos y, mucho menos, cuando en el ambiente húmedo y caliente de la
casa reinaba una calma chicha, incapaz de mover una sola hoja del enorme árbol
de mango del patio. Ellos sabían muy bien que el causante de aquellos
estruendos era el espíritu insepulto del doctor que había sido condenado, vete
a saber por qué, a vagar eternamente como una sombra por los rincones de la
quinta sin encontrar el merecido descanso de los muertos. En otras ocasiones
una sombra acechante con aspecto humano nos espiaba en la oscuridad de la
noche. Pasaba fugaz tras los vidrios de la ventana de mi dormitorio que daba al
jardín deteniéndose, a veces, breves instantes hasta asegurarse que yo la veía;
después huía veloz para esconderse entre la fruta de la pasión, las parchitas
que formaban una espesa enredadera en la pared. Más de una vez salí a
perseguirla en medio de la noche pero escondida
la sombra en la oscuridad no se daba a la vista.
Un domingo a mediodía, trabajando en un inventario de
materiales mi compañero Álvaro y yo, oímos precipitarse con gran fuerza un
chorro de agua en el baño. Acudió Álvaro, de naturaleza pusilánime,
envalentonado por la claridad del día a averiguar por qué el grifo del lavabo
se había abierto de forma tan repentina, conscientes ambos de quién estaba tras
ello. Siguiendo el consejo del guachimán para poner en fuga al espíritu, Álvaro
pasó al baño voceando y con grandes aspavientos de brazos conminándolo a
abandonar el lugar: “¡Verga de espíritu, sal de aquí y no vuelvas más!” Tras un
eterno silencio de segundos, la puerta del baño se cerró con tal estruendo que
mi compañero, de natural color de piel negra por su origen africano, salió
pálido como el papel de fumar. Al doctor no hubo de gustarle nada que un
extraño le gritara en su propia casa. Yo apenas pude contenerme de la risa al
verlo salir de allí mudo, abatido, con los brazos colgando de los hombros sin
fuerza, al borde del infarto. Necesitó
para reponerse del susto varias cañas de ron, que en aquella tierra sabe
sabroso aderezado con carne tierna de coco.
No fueron episodios aislados, sino repetidos con harta
frecuencia. Aquí solo relataré la variedad de hechos que acaecieron en la
quinta encantada casi a diario. Un fenómeno que nos dio que pensar fue el de
las “cholas”, como llaman en Venezuela a las zapatillas de estar por casa. Un
día recibimos la visita del gerente, al que dada su condición alojamos en el
mejor cuarto de la vivienda. Durante el desayuno nos preguntó qué hacíamos
andando por la casa a medianoche. Mario, que hacía vida prácticamente con
nosotros, le miró con gravedad y le dijo: “señor Paco, es el espíritu del
doctor que calza sus cholas y las arrastra por el piso”. Paco esbozó una
sonrisa incrédula y no habló más del asunto. Nosotros no pudimos dar fe porque
nunca vimos las cholas, pero sí las oíamos muy a menudo deslizarse sobre el
piso tras las puertas, dando por supuesto quien las calzaba.
Una noche los fieros ladridos del Morocho y Catire, los
perros de Mario, interrumpieron nuestra cena. Salimos de la cocina
precipitadamente al jardín para ver qué ocurría, algo gordo, sin duda, a juzgar
por el escándalo. Encontramos a los perros enloquecidos tratando de trepar por
el tronco de un banano. Gruñían y ladraban amenazadores, lanzando ora
dentelladas al aire ora mostrando sus colmillos a una presencia invisible
oculta entre el follaje. Nuestros ojos no vieron nada que justificara la cólera
de los canes pero no hacía verlo para saber de quién se trataba. Esa misma noche volvieron a repetirse en el
inodoro de mi cuarto de baño, los pesados sonidos guturales provocados por
borbones de agua que parecían querer salir del interior del retrete, trayendo a
mi memoria los trágicos estertores de un ahogado.
Una mañana, en pleno mediodía, regresaba de la ciudad de
hacer unas gestiones. Yelitza escribía sobre una mesa instalada en el amplio
recibidor cuando pasé a la casa. De repente observé cómo una densa nube de humo
blanco emanaba por debajo del escritorio. Advertí a Yelitza que algo se estaba
quemando; se levantó precipitadamente, asustada. La sorpresa fue mayúscula
cuando comprobamos que el humo provenía de un fuego fatuo, tan ilusorio como
inexistente. Cuando contamos a Mario este suceso decidió que no podíamos seguir
así y tomó la decisión de bendecir la casa para expulsar al espíritu causante
de tanta congoja. Al día siguiente acudió a la quinta con una vasija llena de
agua bendecida. De esa guisa, investido del poder sobrenatural de un chamán,
nos pidió que le acompañásemos como testigos del exorcismo que habría de
liberar al espíritu atormentado del doctor Centeno del suplicio de vagar
eternamente por la casa. Yelitza y yo fuimos tras él, en escueto cortejo,
mientras Mario con solemnidad papal rociaba con improvisado hisopo de una rama
de mango cada rincón de la casa encantada, apremiando con voz firme al
desdichado doctor que saliese de allí y que descansase definitivamente, a la
vez que Yelitza esparcía el humo del sahumerio para purificar la estancia.
Aquella imagen convocando al espíritu provocó en la parte
posterior de mi cráneo un agradable escalofrío comparable a un conato de
desmayo místico que aún hoy me repite cuando vivo situaciones tan excepcionales
como aquella. Pasaron los días y aquel espíritu atormentado no volvió a hacer
acto de presencia, salvo algún portazo aislado que, esta vez sí, provocado por
un mal aire, nos dejaba helaba la sangre en las venas.
D.E.P.
doctor Centeno.
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