martes, 7 de marzo de 2017

Crónicas peruleras. Capítulo XIX: Viracocha, “Dios de la Creación” desahuciado y ajusticiado por los conquistadores.


Desde Pucará proseguimos viaje en dirección noroeste por la carretera 3S que une Bolivia con Puno y Cuzco. La ruta discurre por un valle de montaña paralela a un largo y serpenteante río que cambia de nombre tantas veces como la culebra de piel. Según la importancia de la localidad que atraviese, el río se llamará Pucará, Ayaviri, Santa Rosa, Vilcanota o Urubamba, siendo estos dos últimos los más conocidos por estar íntimamente vinculados a la historia del incario. Conforme avanzábamos el valle se iba estrechando y nosotros tomando apariencia de hormigas con sombreros y gafas de sol en las faldas de aquellos imponentes glaciares nevados que se aglomeran en La Raya, el límite entre los departamentos de Puno y Cuzco. Allí mismo paró el autobús para visitar uno de los numerosos mercadillos locales que jalonan las carreteras más turísticas de Perú. Entre todos los que conocí, éste tiene un encanto especial por las panorámicas que se alcanzan a ver desde su privilegiado balcón natural. Diríase que Viracocha, el Dios Creador de todas las cosas”, emplazó al nevado Chimpulla, que se alza cubierto de nieve hasta los 5.489 metros, como fondo del escenario del idílico paisaje que daba cobijo a los frutos de las hábiles manos de artesanos y tejedores. Sobre las fibras de lana de los tejidos multicolores, pareciera que se hubieran posado como mariposas, legiones de arcos iris.























Siguiendo el curso del río Vilcanota, a tiro de piedra de San Pedro de Cacha, se encuentra el conjunto arqueológico de Racchi que en el período de máximo apogeo del incanato albergó el mayor
templo conocido de Viracocha, así como numerosas edificaciones de carácter administrativo y militar construidas entre el 1450 y la llegada de los conquistadores españoles, momento en que fueron bruscamente abandonadas.





Una vez más el conocimiento de la historia se revela como instrumento esencial para comprender el valor de aquel conjunto,  sin cuyo auxilio, los restos que allí se encuentran no pasarían de ser misteriosas ruinas esparcidas entre campos de maíz y papas. Afortunadamente contábamos con un excelente guía de la agencia de viajes que nos ayudó a completar mentalmente el vacío que había dejado el paso de los siglos en aquellas construcciones.

En torno a una gran plaza se articulan varios espacios. En uno de ellos sobresale un gran muro de adobes de barro horadado por ventanas y puertas trapezoidales; éste se alza sobre un zócalo de piedras muy bien pulidas y perfectamente encajadas, arte en que los incas eran maestros supremos. Es todo lo que queda del templo de Viracocha. Expulsado de su propia casa, Él, que había dado vida a los hombres que talló en piedra, Él, que moldeó la Tierra e hizo el cielo, tuvo que huir ante la presencia de mortales cubiertos de refulgentes corazas de hierro. Buscó refugio en Cuzco para ponerse a salvo de la furia iconoclasta de aquellos arrojados conquistadores a los que solo movía la codicia y el brillo del oro, pero tampoco allí encontró la paz. Siglos después su estatua decapitada fue hallada semienterrada en la capital imperial. Su cabeza fue enviada a España, donde a modo de reliquia se le trata con el respeto debido en una vitrina del Museo de América de Madrid.





En otro costado de la gran explanada se levanta un grupo de viviendas dispuestas simétricamente, conocidas como los cuarteles de Chasqui Waki, cuya verdadera función se ignora. Separados de ellos por un murete, se disponen alineadas la mayor concentración conocida de colcas de planta circular del Tahuantinsuyo –imperio inca-, depósitos en cuyo interior se almacenaban toneladas de alimentos posiblemente cobrados como tributos a los pueblos sometidos y vasallos del inca para mantenimiento de sus gentes y del ejército. El conjunto se completa con un gran estanque artificial, fuente ceremonial y andenes asociados a la gran explanada.





El paso al santuario de Viracocha está precedido por una preciosa iglesia colonial del siglo XVIII, erigida en la pequeña Plaza de Armas de Racchi con rocas de diferentes coloraciones procedentes del volcán Quimsachata, las mismas que un día Viracocha, como castigo, arrojó en forma de lluvia de fuego y piedras por no haber sido reconocido por los suyos tras su regreso a la ciudad. La puerta de acceso está flanqueada por sendas torres troncopiramidales que sirven de campanario, rematadas por semiesferas blancas coronadas por cruces que le dan cierto aire mediterráneo. En su interior hiere la vista el blanco de sus paredes que trepa hasta las vigas de madera de la techumbre. Un revuelo de tres arcángeles sobre el muro rompen la monocromía. Las imágenes de la Virgen del Rosario y San Miguel, ataviados al modo indígena presiden la nave desde el altar. Sospecho que en esa sencilla parroquia desprovista de adornos, los Evangelios deben ser más fáciles de imaginar. Cuando subimos de nuevo al autobús dejamos atrás un alboroto sordo de artesanos y vendedoras soplando ocarinas de barro para atraer la atención de los turistas que bullían por la apacible plaza de Racchi.







En su marcha hacia la conquista de Cuzco, Francisco Pizarro también hizo un alto en Andahuaylillas aunque no tuvo ocasión de visitar la iglesia de San Pedro Apóstol por estar ocupado ese espacio por una guaca -lugar sagrado para los indígenas- sobre cuyos restos, aun hoy visibles, se edificó en el s. XVII el templo conocido como la “Capilla Sixtina de América” por la profusión de su decoración.



En su interior deslumbra el resplandor del pan de oro que impregna como lluvia fina los altares, el espectacular artesonado mudéjar cuajado de flores y frutas y los enormes marcos de los cuadros pintados por los mejores representantes de la escuela cuzqueña. A ojos de los jesuitas, que sin duda se habían tomado muy en serio el papel de embajadores de Dios en la Tierra, aquella demostración de riqueza, tan acorde con el gusto barroco imperante en Europa, resultaba muy eficaz para mostrar al humilde indio la grandeza del Reino de los cielos y su sometimiento a la Fe católica. El himno procesional Hanacpachap cussicuinin (“Alegría del Cielo”) en honor a la virgen, compuesto en quechua por el párroco del templo, ayudaría a los indígenas más devotos a alcanzar la Gloria a la que tan a menudo les enviaban los avaros conquistadores y crueles encomenderos .
En el exterior, desde las gradas sobre las que se alza San Pedro Apóstol, la vista de la enorme plaza cubierta de pisonayes en flor y otros árboles tropicales invitaba a pasear por el bonito pueblo colonial que con sus casas balconadas, techos de teja de barro cocido, fachadas enjalbegadas, mercadillos al aire libre y el cielo azul celeste me traían certeros recuerdos de Canarias y Andalucía. Sin duda, el efecto benefactor de los toritos de Pucará, enseñoreados en los tejados, protegen y colman de felicidad a los habitantes de Andahuaylillas y a los afortunados turistas que pudimos pasear por sus calles.







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