sábado, 19 de noviembre de 2016

La Montaña de los Castaños Encantados

15:31



Sábado, 12 de noviembre, tras el vaho de la ventana se abre un cielo límpido que invita a saltar de la cama y correr al campo a disfrutar del otoño. Al calor de las sábanas buscamos un lugar atractivo con la sola condición de que no esté demasiado lejos de Madrid. Me viene a la cabeza la sugerencia de un amigo, el Castañar de El Tiemblo, en Ávila. Sólo está a 90 kilómetros por la Carretera de los Pantanos, así llamada por los embalses que salpican el curso del río Alberche en ese tramo. Echamos un rápido vistazo a internet y vemos imágenes cautivadoras de un atractivo paisaje otoñal que termina por decidirnos y, por si fuese poco, se describe una ruta pedestre de hora y media que pareciese haber sido diseñada especialmente para mi rodilla artrósica. No lo pensamos más y, en un pispás, preparé un buen almuerzo para disfrutarlo en la NATURALEZA, con mayúsculas, como después pudimos comprobar.

       

Por la comarcal M-501 que une Madrid con la extremeña Plasencia nos presentamos, en apenas una hora, en El Tiemblo. Llegar al Castañar, a unos 8 o 10 kilómetros de distancia de la localidad, no presenta ninguna dificultad en otoño: basta seguir la caravana de coches que allí se dirige. A la salida del pueblo, entre las últimas huertas, nos topamos con un control de acceso a la pista forestal que conduce al bosque. Hay que pagar seis euros por coche y dos por persona para acceder a aquel paraje. Supuestamente la recaudación es para mantener en buen estado el castañar, aunque si de verdad pensasen tanto en el medio ambiente, la primera medida que deberían tomar sería prohibir el acceso hasta él con vehículos privados y reforzar el autobús que cubre la ruta.





Pasado el peaje cambiamos el asfalto de la carretera por el piso de tierra y el polvo de la senda. A la izquierda, varias decenas de metros abajo, las aguas del Arroyo de la Yedra refulgen como navajas recién afiladas a la espera de ser desembalsadas del pequeño pantano del Linar del Rey y continuar su curso encajonadas por una estrecha garganta que se abre paso entre zarzas y truchas hasta el río Alberche, de quienes son tributarias.

 



La romería de domingueros se detuvo unos pocos kilómetros más allá del pueblo a causa de un vehículo parado en mitad del camino que impedía la circulación. Yo estaba en esa cola, 12 o 14 coches más atrás. Acostumbrado a los atascos de la ciudad no le di importancia y esperé pacientemente hasta que aquella situación empezó a prolongarse más de la cuenta. Presté atención y fue entonces cuando descubrí la silueta de una mujer que se agitaba nerviosa al volante de aquel coche que avanzaba un paso y retrocedía dos. Los más próximos reculaban prudentemente temerosos de ser embestidos. Era evidente que el coche se le calaba y la cuesta dificultaba su salida. Cada vez que ponía en marcha el motor, éste, con un gran hipido, se volvía a parar. Bajé dispuesto a ayudarle y a la altura de la ventanilla me quedé sorprendido al ver el automóvil lleno de chinos. Delante dos mujeres jóvenes, detrás tres niños. La conductora, a petición mía, me dejó intentarlo, así es que arranqué y el coche echó a andar. Por señas indiqué a mi mujer que nos siguiese, al fin y al cabo, los adoradores del dios Otoño peregrinábamos todos al mismo templo. La comitiva, que en ese momento era legión, se puso en marcha.  La atribulada oriental me explicó que hacía pocos meses que se había sacado el carnet de conducir y que no tenía mucha experiencia. El viaje fue corto pero entretenido, con los niños alborotando detrás, quizás repuestos del susto y seguros de las manos de aquel extraño que manejaba el volante. Y así, en compañía tan inesperada, llegamos a la “montaña de las castañas” como le llamaban aquellos simpáticos críos al honorable castañar. De Jiaqi, Jiuyu y la pequeña Sofi me queda esta fotografía como recuerdo de aquella tropilla de críos de cara redondita y ojos rasgados.


         

Nada más poner el pie en aquel lugar supimos que estábamos en un espacio privilegiado. Ladera arriba, un denso arbolado de castaños de rectos troncos y ramas semidesnudas cubrían el suelo con el pardo intenso de la hojarasca y los helechos. Emprendimos el camino sin prisas, dispuestos a disfrutarlo, por una senda que transcurría paralela a un arroyo seco. Mucha gente hurgaba con palos entre las hojas secas buscando castañas en abierta competencia con los hocicos y patas de los auténticos pobladores del bosque: corzos, jabalíes, ardillas,…. Movidos por la curiosidad de cómo sabrían, nos apartamos del sendero y, en una vaguada cubierta de piedras encontramos tantas que en pocos minutos nos llenamos los bolsillos contribuyendo así al saqueo impúdico del aquel supermercado al aire libre donde los animales tienen su despensa.



Esparcidos entre los castaños más jóvenes se yerguen túmulos con troncos recubiertos de musgo y líquenes, arrasados por los siglos y tan bien mimetizados con la tierra que parecen auténticas rocas. Son restos de árboles centenarios que, por su volumen de varios metros de diámetro, debieron ser coetáneos al menos de Cristóbal Colón. Sus reliquias son custodiadas por retoños que crecieron de los rebrotes del pie de aquellos auténticos pater familias y que hoy gozan de una saludable juventud alimentada por la savia heredada de sus gigantes antepasados.







Los tocones de aquellos formidables titanes son verdaderas esculturas al aire libre talladas por el mejor imaginero conocido, un hombre viejo, de cuerpo fibroso y largas barbas blancas, al que llaman Tiempo. Entre el realismo y la fantasía las siluetas fueron tomando cuerpo con cada golpe de gubia. Sus encallecidas manos desbastaron con paciencia infinita todo lo superfluo hasta dejar al descubierto el alma que habitó en lo más profundo de sus troncos. Las raíces afloran en la superficie como ánimas en pena que salen de sus sepulturas a la llamada de las trompetas apocalípticas del Juicio Final. El bosque parece poblado por seres fantasmales que se asoman por las cavidades de sus esqueletos o cabalgan a lomos de lagartos prehistóricos. El bosque encantado está tan poblado de seres como larga es nuestra imaginación.



 

Buscamos un lugar tranquilo donde almorzar. Lo encontramos al pie de unos robles cuyos frutos esparcidos por el suelo son más amables que las vainas erizadas de espinas que recubren las castañas. Sobre un mantel de mullidas hojas extendemos las viandas más suculentas: una buena tortilla de patatas con mucha cebolla, un taco de jamón, buen queso manchego de mi tierra y una botella de vino rioja, garnacha Beleluin, dote de mi mujer.


           

A nuestro lado el tronco de un árbol semicaído se apoya agonizante en la rama de otro. Me vino a la cabeza la imagen de la Piedad de Miguel Ángel, con la Virgen sujetando en su regazo el cuerpo muerto de su Hijo. La Naturaleza es pródiga en obras de arte y pueden encontrarse a cada paso.



Apuramos la botella y seguimos camino en busca del Abuelo, un castaño, con más de medio milenio que alza su porte sobre sus raíces a 20 metros de altura sobre las bóvedas de las hojas del bosque. Creció a la par de las catedrales góticas pero sus muros se hicieron de corteza, su planta surgió de una semilla, sus cimientos forjados en raíces, sus arbotantes de sólidas ramas. Todavía hoy sigue floreciendo en primavera y dando frutos en otoño aunque con los años se haya convertido en un viejo gruñón de rostro irritado, mirada torva y barba revuelta pero, a pesar de su rostro ceñudo, este asustaniños tiene buen fondo y no dudó en abrir su tronco en canal para acoger en su seno un hato de ovejas o una partida de bandoleros en una fría noche de invierno.


         


Caía la tarde en la "montaña de las castañas" y partimos sin pena sabedores que el Abuelo no se quedaba solo; a escasos metros le hace compañía un soberbio pino tan alto como un campanario y, junto a la Garganta de la Yedra, por donde se van despeñando alocadamente las aguas cantarinas del arroyo, un añoso castaño extiende su poderosa rama con forma de nariz de elefante. Siento unas irrefrenables ganas de besarlo. Mis labios abrazan la corteza rugosa, refugio de arañas e insectos, y deposito en ella un beso tierno y largo. En la boca me queda un ligero sabor a madera seca y en el alma la satisfacción de haberlos conocido.






martes, 1 de noviembre de 2016

Tras las huellas del otoño en el Barranco del río Dulce

17:07

Amanece en vísperas del día de Todos los Santos. El azul radiante de la mañana se cuela por los agujeros de la persiana dejando en la penumbra el dormitorio. Alzamos los brazos desnudos proyectando sus siluetas como sombras chinescas sobre el espejo del armario. Los cuellos esbeltos de dos cisnes negros se reconocen en el estanque de cristal e inician un cortejo amoroso que termina cuando, con suaves contorneos, se aproximan y giran la cabeza alrededor de ellos hasta quedar entrelazados. En el siguiente acto descienden lentamente, desvaneciéndose en la misma penumbra que les dio vida. En el espejo que sirvió como escenario de su coreografía, ahora vacío, sólo se reflejan nuestros cuerpos echados sobre la cama y, como telón de fondo, las cortinas de seda que cuelgan de la barra de la ventana.

La rodilla seguía obstinada en dolerme pero yo no estaba dispuesto a pasar un largo fin de semana encerrado en casa. Revolví el cajón de la mesilla de noche hasta encontrar una rodillera ortopédica y saqué del paragüero un bastón que alguien dejó olvidado. De esa guisa, armado caballero andante, rebusqué en mi memoria un sitio próximo a Madrid donde ver de cerca el otoño. Lo encontré entre las choperas de la Alcarria, en Guadalajara. En la mochila echamos algunos embutidos, queso, una botella de vino y un par de navajas. Ciento ocho kilómetros y una hora después nos detuvimos en el mirador de Pelegrina desde donde se domina a vista de pájaro una espectacular panorámica sobre buena parte del Parque Natural del Barranco del río Dulce.








Los movimientos telúricos que un día devolvieron a la faz de la tierra las rocas que quedaron sumergidas en mares antediluvianos desde la noche de los tiempos, cuando Dios todavía no había puesto orden en la Creación del mundo, constituyen hoy las ásperas parameras que imprimen carácter a los pueblos que se asentaron sobre ellas. Corrientes subterráneas de aguas atrapadas en prisiones de piedra, disolvieron con paciencia de millones de años las rocas que se interponían a su paso y liberándose de su cautiverio encontraron un cauce en el fondo del valle y un lugar en la Tierra, donde asentarse, llamado la hoz del río Dulce.

Una serpenteante alameda de dorado intenso discurre encajada por un profundo tajo abierto por el río en las calizas del páramo. Desde la profunda garganta, entre el follaje de los árboles, se eleva un rumor de voces de excursionistas que ignoran la regla del silencio necesario para no perturbar la fauna que allí habita.



La ruta se inicia en el pequeño pueblo de Pelegrina, una pedanía de la señorial villa de Sigüenza. Al amparo de un derruido castillo medieval, cuyas ruinas enseñorean desde un elevado promontorio, el barranco, un puñado de casas se arracima en la ladera. El ábside semicircular de la iglesia le da un encanto añadido para los que somos amantes del románico. Nos acercamos hasta ella para ver su portada. Resguardada por un atrio con columnas, se abre en un lateral un pórtico abocinado con arcos de medio punto. En el centro del tímpano un escudo eclesial bien labrado. La puerta cerrada nos impide el paso pero nos dimos por satisfechos y ansiosos por iniciar el camino sin más demora, iniciamos el descenso por una empinada cuesta que baja a la vega del río. Desde allí, las ruinas de la fortaleza se alzan imponentes sobre las alargadas agujas de la chopera, que expuestas a la luz del sol brillan como saetas de oro.









Un derruido muro de piedras deja desprotegido un viejo huerto abandonado donde crecen cerezos asilvestrados y nogueras añosas al cuidado de nadie. Junto a las paredes de la hoz, un abrigo natural a sus pies con un tosco muro circundándolo, sirvió de aprisco y refugio de cabras y ovejas frente a los lobos que merodeaban por la zona. Despacio, con mucho cuidado de no lesionarme aun más la rodilla, subí hasta allí para tocar sus piedras con la misma fe que un devoto acude a la ermita a hacer sus rogativas. Desde su atalaya, tras el quicio de una puerta desvencijada, a punto de caer, se divisaba el sendero y los cortados de la hoz.




Seguimos por la senda alfombrada de hojas de mil colores entretejidas al azar por el viento que, caprichoso, las cambia de un lugar a otro para regocijo de la vista del paseante que ve cómo a cada paso cambia el estampado del mágico tapiz que pisa.

   


Un tentador puentecillo con gruesas traviesas de tren, atraviesa el cauce mortecino del río que todavía no se ha repuesto de la feroz sequía del verano. Nos invita a pasar y nos cuesta mucho negarnos porque tras él, otro sendero se abre paso por una sugerente arboleda. Con no poco dolor decidimos continuar por el camino que indica la franja horizontal de color naranja del GR pintada en la estaca de madera, si es que no queremos perdernos parte de la ruta sugerida para pasear por la hoz del río Dulce.

A nuestra izquierda se levantan gruesos peñones de caliza horadados por el viento y el agua, que dejan descomunales ventanales con vistas al cielo. En las paredes más escarpadas los buitres dejan su huella de excrementos blancos bajo las cornisas donde anidan. Dos enormes bandadas de grullas sobrevuelan a gran altura los farallones del barranco con estridentes graznidos que asemejan trompetas celestiales. Cuando los dos grupos se funden en uno solo el espacio recupera la tranquilidad.


Esparcidos por las resecas y grisáceas superficies del páramo que baja en talud buscando el río, se mantienen erguidos algunos tolmos, peñascos naturales con forma de mojones, que se me antojan guerreros supervivientes de un ejército vencido por las tenaces embestidas de la erosión. Las manchas rojas de las hojas de los arces y los quejigos nos recuerdan cada otoño que allí se libra desde tiempos inmemoriales una trágica de la batalla que aún no ha concluido. Solo los más fuertes, convertidos en vigías eternos del valle, protegidos por sus duras corazas resistieron las acometidas de lluvia y vendavales que durante siglos se cernieron sobre ellos.

  
             

Pasamos casi sin detenernos junto a una casita de construcción poco atractiva para un espacio natural como aquel, donde el gran naturalista Félix Rodríguez de la Fuente, guardaba el material que tras interminables horas de filmación darían lugar a algunos de los mejores documentales que grandes y pequeños vimos durante años en la serie de TVE “El hombre y  la Tierra”  y con la que tantas generaciones aprendimos a conocer y amar la Naturaleza. Atravesamos el río por un paso de piedras para regresar al punto de partida por la otra margen más expuesta a la umbría como ponía de manifiesto el musgo y los líquenes que cubrían rocas y árboles.


Conforme avanzábamos hacia el pueblo, semienterrados en la vegetación del bosque de galería que acompaña al río curso abajo, asoman vestigios de muros que delatan la presencia de antiguos moradores que no sobrevivieron como los tolmos, a la erosión mucho más nociva del modo de vida que imponen los tiempos modernos. Este delicado ecosistema que, con dificultad pero mucho trabajo, conseguía alimentar a un pequeños grupos de población dispersos por el valle con la ayuda de árboles frutales, pequeñas huertas, alguna trucha y pequeñas presas de caza, despareció para siempre.



Sobre la corriente del río flotan cientos de barquillos amarillos que tienen sus improvisadas atarazanas en las ramas de los chopos que se reflejan en sus cristalinas aguas. Una madre da pecho a su bebé en la orilla del riachuelo, arrullado por los leves crujidos de las hojas al golpear, en su caída, contra las ramas secas .

                               


El camino se  hizo más corto de lo esperado entretenidos, como íbamos, en la contemplación de tanta belleza. Casi sin darnos cuenta llegamos de nuevo al puente que nos salió al paso al inicio de la ruta. Su discretísimo diseño consistente en un simple tablazón, me pareció lo más adecuado para ese entorno. Olvidándome por completo que mi pierna no era flexible como el talle de un junco sino rígida como una caña seca, hice equilibrios entre las piedras que salpicaban el cauce para hacer unas buenas fotos. El escenario era grandioso y merecía la pena arriesgarse. Sobre la pasarela, la bóveda vegetal apenas podía contener entre sus ramas la luz color membrillo del sol de  mediodía, la misma que, por debajo de ella, bruñe el agua donde se reflejan los sauces, álamos y fresnos de la arboleda.



Llegados al pie de la cuesta que desciende del pueblo, ascendimos camino arriba con la vista puesta en la silueta del malogrado castillo de Pelegrina, erigido sobre un roquedo por los obispos guerreros que hicieron de la cruz su espada para defender mejor su fe en Cristo. La intención era comprar pan para almorzar a la sombra de sus ruinas pero nada más poner el pie en el pueblo, nos dieron la mala noticia de que un allegado del panadero había fallecido. Hubimos de conformarnos con unas cervezas frescas y unos torreznos en el restaurante local. Enfilamos a Sigüenza, en donde a buen seguro no faltaría quien nos vendiese una barra de pan para acompañar el trozo de jamón y el chorizo picante que llevábamos en las alforjas, en realidad todo un  pretexto para descorchar una botella de vino garnacha 2014 de la bodega Beleluin, que estuvo a la altura del castillo de las torres del castillo de Sigüenza.  Lo que allí ocurrió solo lo sabemos mi mujer y yo, aunque quizás algún día os lo cuente.