Crónicas peruleras. Capítulo XVIII: Hatun Ñaqak, el Degollador
lasveredasdelatierra
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A poco más de 100 kilómetros de Puno, siguiendo la
carretera Panamericana Norte en dirección a Cuzco, se encuentra Pucará. Tendida a
los pies del peñón de San Cayetano, acariciada por un luminoso sol que brillaba
sin calentar, lo que hoy es una población de apenas 6.000 habitantes, hace más
de 2.000 años fue el centro de una importante cultura urbana como atestiguan
los restos de numerosos edificios encontrados en su recinto arqueológico.
Pucará nos recibió con un cielo tan azul que casi podía tocarse con los dedos desde los 3.800 metros de altitud en que
nos hallábamos. Con el espíritu abierto, dispuesto a dejarme llevar por las
emociones, agucé los sentidos y me dispuse a seguir el
rastro de esta vieja y enigmática cultura cuyos latidos podía percibir en las
calles de la pequeña pero bulliciosa ciudad que, en vísperas de la festividad del Carmen, se preparaba para la celebración anual de la principal feria artesanal y comercial de la zona.
Vestigios de aquel esplendoroso pasado es el complejo arqueológico de Pukara, donde se erigió un enorme centro ritual del que solo pudimos ver en la distancia, pese al conato de motín que iniciamos a bordo del autobús turístico, los basamentos de piedra de Kalassaya, una enorme pirámide truncada que se asemejaban a los andenes de cultivo que tantas veces habíamos visto.
Al menos, tuvimos el consuelo de contemplar lo que quedó de Kalassaya en el modesto Museo Lítico donde proliferan numerosas esculturas, estelas, monolitos y cerámicas. Las imágenes esculpidas en piedra representan un extraño microcosmos, difícil de desentrañar para un turista despistado pero observando con atención y puestos a interpretar, es fácil imaginar un estado fuertemente teocrático y militarizado en el que Hatun Ñaqak, más conocido con el sobrenombre de "el Degollador", por sujetar una cabeza decapitada sobre su mano izquierda y en la derecha un cuchillo, ejercería de sumo sacerdote ofreciendo sacrificios humanos a los "Devoradores", dos deidades con forma humana que, al modo de Saturno devorando a sus hijos, de Goya, engullen a sendos niños.
La habilidad en el tallado y modelado de cerámicas de
estos primitivos artesanos se transmitió de generación en generación a lo largo
de siglos hasta el punto de que Pucara es hoy el centro artesanal más
importante del sur de Perú, como pudimos comprobar sobre el terreno en los
numerosos puestos que se extendían desde la Plaza de Armas hasta las puertas
del museo.
En el concurrido mercadillo se amontonaban cestas con
plantas y comestibles de nombres tan extraños para nosotros como su propia fisonomía (cañihua,
olluco, camote, oca, yacón...). Aquellos productos de sobria presencia, sin
empaquetar ni plastificados, de los que nada sabía me transmitían, sin embargo,
una imagen de ingredientes imprescindibles para la salud. También ellos eran
los herederos de cultivos milenarios que la Pachamama -Madre Tierra- alumbró en el techo del
mundo y puso al alcance de la mano experta del indio que supo, con años de
observación, arrebatarlos a la naturaleza salvaje y cultivarlos para su
consumo, ayudados por los rituales propiciatorios de sus sacerdotes, profundos
conocedores de la astronomía y las
estaciones. Me quedó la amarga insatisfacción de no poder comerlos en compañía
de alguna de esas familias campesinas pues, soy de la opinión de que, quien no comparte
los guisos que se preparan en sus fogones, no pueden conocer bien un país.
La estrella que más brillaba en el firmamento de la
cerámica no eran los milenarios vasos ceremoniales de boca ancha con felinos
pintados o modelados en su superficie, al modo de los que vimos en el museo,
sino otra mucha más sencilla: el “Torito de Pucará”, o quizás debería decir los
“toritos” porque no se conciben sin su pareja. Son la caricatura de un fornido
toro, tan singular, que su extensa prole pasta no solo en los prados de los ríos sino
pacen en los tejados de todas las casas de la región y del Perú entero gracias al
carácter simbólico de su figura, signo de protección y felicidad en el hogar. Cuenta la leyenda que un campesino desesperado
por la persistente sequía que afectaba a Pucará, decidió sacrificar a Pachacámac
(¿recordáis a aquel temible dios, señor de los terremotos?) un toro en el peñón
de San Cayetano para que lloviese. El toro barruntando su trágico final, resistiéndose
a subir clavó sus cuernos en la roca y sorprendentemente brotó tanta agua de
ella que terminó con la sequía. Esa es la leyenda pero éstas nunca se ajustan a
la realidad que suele ser menos poética y más prosaica. En los rituales
preincaicos se usaban vasijas con forma de llamas o alpacas para marcaje de las
reses y propiciar la reproducción de los rebaños. En ellas se introducía chicha para fecundar simbólicamente la imagen y que convenientemente derramada sobre el ganado garantizaba su fertilidad. Con la llegada de los toros de la mano
de los conquistadores, éstos sustituyeron a las llamas al convertirse en una
poderosa fuerza de trabajo y fuente de alimentación. Cada adorno tiene una
simbología especial que se repite sistemáticamente en todas las
representaciones, un toro con los ojos redondos y desorbitados, lamiéndose el hocico,
la cola enroscada y enjaezado con adornos para el ritual. Para que el ídolo de Pachacámac
no se sintiese tan solo en mi casa decidí traer un par de ellos, no para
procrear más sino para atraer la felicidad, que no es poco pedir.
Apenas quedó tiempo para asomarse a la iglesia de Santa Isabel, edificada a finales del siglo XVIII por los misioneros jesuitas, a buen seguro con las piedras de la pirámide de Kalassaya. En el pórtico nos recibió sobre las andas la imagen de la Virgen del Carmen ataviada para su festividad. Iluminada por el fuego de las velas, ella también venció a Pachacámac, como el toro de Pucara a las llamas andinas y los conquistadores a los incas. Pero no guarda rencor esta gente sencilla y devota hacia ella sino, más bien, todo lo contrario por las manifestaciones piadosas que vimos en calles e iglesias. Sin duda, ellos viven mucho más cerca del cielo que nosotros o, al menos, mucho más que yo.


Camino al autobús por la polvorienta calle de arena
rosa robada a las piedras de los cerros por el agua y el viento, la imagen de
unos ganaderos vendiendo vellones de lana amontonados a pie de la carretera me detuvieron. En su olor
reconocí a aquellos que cada año salían del rebaño de mi padre. Son recuerdos
lejanos pero muy nítidos. El esquilador con pañuelo negro anudado a la cabeza
para recoger el sudor y, el cigarro apretado entre los dientes, derribaba con
destreza a las ovejas para despojarlas de la lana con hábiles tijeretazos. Con el pretexto de entablar conversación con ellos, me interesé por el precio de aquellos vellones. ¡Qué satisfacción poder comunicarse en el mismo idioma con aquellas gentes! Me alegró saber que, contrariamente a
lo que ocurre España, aquí la lana todavía es valorada y tiene buena salida como materia prima para la abundante artesanía
textil.

El autobús partió. Sobre el caserío, la clara luz del
día reverberara sobre el peñón de San Cayetano cuyas rocas rosadas dan nombre al
poblado de Pucara (puka en quechua
significa rojo). En el asiento, mi último
pensamiento fue para Hatun Ñaqak, que con su ristra de cabezas tatuadas en la
espalda a modo de macabros trofeos y sus ojos enormes mirando al infinito,
presa de efectos alucinógenos, es el señor indiscutible del museo. Lo imagino en
su penumbra ejerciendo de maestro de ceremonias ante las miradas impávidas de los turistas que nada saben de él, el mismo que con su fiereza de piedra congelada
en el tiempo, es el oráculo que lee en las estrellas, en el rayo, el que ordena
cuando se cultiva, el que vaticina la lluvia y pide protección a los dioses que
se desparraman esculpidos en figuras antropomorfas y por la superficie dura de
las estelas en forma de rana, serpiente o pez-puma. El sobrevivirá a todos, será el último en morir
porque cuando llegue ese día los dioses se habrán quedado sin servidores.