“Entramos al Cusco de noche”, como Ernesto, el protagonista de Los ríos profundos, obra del genial
escritor peruano José María Arguedas. La capital histórica de Perú, tiene su
cuna sobre un solar pantanoso donde, según la leyenda, el mítico inca Manco
Cápac clavó su bastón de oro siguiendo el mandato de Inti, su padre el dios
Sol. Allí mismo, sobre el cieno y los cañaverales se fundó la ciudad que sería
el punto de partida del Qhapaq Ñan,
la red de caminos del Inca, hacia los cuatro puntos cardinales del imperio del
Tahuantinsuyo o de las Cuatro Regiones.
Llegamos siguiendo el camino de las Sierras del Sur, al que llaman
Collasuyo o “región de los pueblos collas”. El hotel donde nos alojamos quedaba
en un punto próximo a esa vía aunque estaba algo alejado del centro,
exactamente a 15 soles de distancia, que no es una distancia sideral como podría pensarse a primera vista, sino el coste de una carrera de taxi para un extranjero que sobrepase los límites del casco
histórico. Y es que en Perú, como aprendimos en Lima, el trayecto entre dos
puntos no se mide por metros ni tiempo, sino por la habilidad para negociarlo con
el taxista, aunque por muy astuto que seas siempre pagarás casi el doble que un local. Sin embargo, esta contrariedad nunca fue obstáculo para salir a
disfrutar de sus hermosas calles coloniales. No llegamos hasta el “Ombligo del
Mundo”, significado de Cusco, según el mestizo Inca Garcilaso de la Vega, para
quedarnos en el hotel, así es que, esa misma noche salimos a cenar con Adriana
y Salvador, nuestros amigos argentinos, desafiando la fría humedad nocturna y
la porfía de los taxistas en sus reiterados intentos por cobrarnos más de lo establecido,
en un reglamento no escrito, por una carrera hasta la Plaza de Armas.
A la mañana siguiente subimos a la fortaleza de Sacsayhuamán, enclavada en una altiplanicie tan cerca de Cusco que sobrevuela sus tejados. Desde ese balcón natural hay una soberbia panorámica de la ciudad. El autobús nos dejó en una gran explanada en cuyo extremo se levantan los restos de lo que antaño hubo de ser una impresionante triple muralla con forma de dientes de sierra. De lejos, sus muros almohadillados se asemejan a los compactos granos de una mazorca de maíz. Tantas veces los había visto en imágenes que me parecía un sueño poder tocar sus ciclópeas piedras con mis manos. Las fotografié de cerca, de lejos, desde todos los ángulos creyendo que con eso capturaba más que a una imagen, al mismísimo espíritu que habitaba entre ellas. La fortificación fue desmantelada tras la llegada de los conquistadores españoles y sus piedras se dispersaron por la ciudad como cuentas de un rosario roto de las que brotarían las numerosas iglesias, conventos y palacios que hoy pueblan la histórica capital.
Acerca de esta fortaleza ceremonial hay toda una maraña de
leyendas. A mí me contó algunas Moisés, un joven que ejercía el oficio de limpiabotas de día y estudiaba por la noche. Una mañana, después de regresar de Machu
Picchu, me senté en su banqueta para dar un lustrado a mis sufridos
zapatos por tres soles. El color púrpura cardenalicio del cuero yacía apagado bajo el polvo
del cuero y necesitaban una limpieza a fondo. A la sombra de la iglesia-monasterio
de Santa Catalina, levantada sobre el Aqllawasi donde los incas recluían a las Vírgenes del Sol, Moisés me habló del espíritu que
habitaba en Sacsayhuamán mientras cepillaba a conciencia mi calzado. Ningún extranjero conocía su existencia porque los guías nunca hablaban de él
pero yo, al llegar al hotel, anoté cuidadosamente su relato en mi cuaderno de
notas para contarlo a quien lo quiera leer.

En Cusco todos tienen la convicción que bajo las ruinas del sagrado recinto existe un gran tesoro escondido por los sacerdotes para evitar que los conquistadores lo expoliaran. Con gesto muy serio, Moisés suspendió momentáneamente el lustrado de los zapatos para contarme que, en tiempos centenarios, tres jóvenes estudiantes subieron a Sacsayhuamán y vieron un hilillo de color verde salir por la grieta del reseco suelo. Curiosos excavaron siguiendo la misteriosa emanación hasta que sus manos toparon con grandes vasijas llenas de oro junto a un bastón coronado por un choclo (mazorca de maíz), el mismo que Manco Cápac clavó en la laguna para fundar la ciudad. En ese mismo momento las murallas de la fortaleza cobraron vida y sus rocas se transformaron en una estrecha celda en torno a ellos. Ante la imposibilidad de escapar de allí y acosados por el hambre, terminaron devorándose entre sí; solo entonces las murallas tornaron a su estado original. Cuando descubrieron el cadáver del último superviviente, su color era extrañamente verdoso, el mismo que toman las monedas de oro cuando se oxidan. Desde entonces nadie más se ha atrevido a remover la tierra del sagrado recinto por temor a morir.
Su relato me dejó sin palabras. Cerró su cajoncito de cremas y
cepillos y con habilidad volvió a entrelazar los cordones de mis zapatos que
habían vuelto a recuperar el primigenio color púrpura. Brillaban como el bastón de Manco Cápac y su superficie había adquirido el tono suavemente jabonoso de las piedras pulidas de la fortaleza. Con ellos seguiría mi camino pisando esa
maravillosa tierra de leyendas, en pos de las huellas del puma guardián, la misma que encontré en la muralla de Sacsayhuamán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario