martes, 1 de noviembre de 2016

Tras las huellas del otoño en el Barranco del río Dulce


Amanece en vísperas del día de Todos los Santos. El azul radiante de la mañana se cuela por los agujeros de la persiana dejando en la penumbra el dormitorio. Alzamos los brazos desnudos proyectando sus siluetas como sombras chinescas sobre el espejo del armario. Los cuellos esbeltos de dos cisnes negros se reconocen en el estanque de cristal e inician un cortejo amoroso que termina cuando, con suaves contorneos, se aproximan y giran la cabeza alrededor de ellos hasta quedar entrelazados. En el siguiente acto descienden lentamente, desvaneciéndose en la misma penumbra que les dio vida. En el espejo que sirvió como escenario de su coreografía, ahora vacío, sólo se reflejan nuestros cuerpos echados sobre la cama y, como telón de fondo, las cortinas de seda que cuelgan de la barra de la ventana.

La rodilla seguía obstinada en dolerme pero yo no estaba dispuesto a pasar un largo fin de semana encerrado en casa. Revolví el cajón de la mesilla de noche hasta encontrar una rodillera ortopédica y saqué del paragüero un bastón que alguien dejó olvidado. De esa guisa, armado caballero andante, rebusqué en mi memoria un sitio próximo a Madrid donde ver de cerca el otoño. Lo encontré entre las choperas de la Alcarria, en Guadalajara. En la mochila echamos algunos embutidos, queso, una botella de vino y un par de navajas. Ciento ocho kilómetros y una hora después nos detuvimos en el mirador de Pelegrina desde donde se domina a vista de pájaro una espectacular panorámica sobre buena parte del Parque Natural del Barranco del río Dulce.








Los movimientos telúricos que un día devolvieron a la faz de la tierra las rocas que quedaron sumergidas en mares antediluvianos desde la noche de los tiempos, cuando Dios todavía no había puesto orden en la Creación del mundo, constituyen hoy las ásperas parameras que imprimen carácter a los pueblos que se asentaron sobre ellas. Corrientes subterráneas de aguas atrapadas en prisiones de piedra, disolvieron con paciencia de millones de años las rocas que se interponían a su paso y liberándose de su cautiverio encontraron un cauce en el fondo del valle y un lugar en la Tierra, donde asentarse, llamado la hoz del río Dulce.

Una serpenteante alameda de dorado intenso discurre encajada por un profundo tajo abierto por el río en las calizas del páramo. Desde la profunda garganta, entre el follaje de los árboles, se eleva un rumor de voces de excursionistas que ignoran la regla del silencio necesario para no perturbar la fauna que allí habita.



La ruta se inicia en el pequeño pueblo de Pelegrina, una pedanía de la señorial villa de Sigüenza. Al amparo de un derruido castillo medieval, cuyas ruinas enseñorean desde un elevado promontorio, el barranco, un puñado de casas se arracima en la ladera. El ábside semicircular de la iglesia le da un encanto añadido para los que somos amantes del románico. Nos acercamos hasta ella para ver su portada. Resguardada por un atrio con columnas, se abre en un lateral un pórtico abocinado con arcos de medio punto. En el centro del tímpano un escudo eclesial bien labrado. La puerta cerrada nos impide el paso pero nos dimos por satisfechos y ansiosos por iniciar el camino sin más demora, iniciamos el descenso por una empinada cuesta que baja a la vega del río. Desde allí, las ruinas de la fortaleza se alzan imponentes sobre las alargadas agujas de la chopera, que expuestas a la luz del sol brillan como saetas de oro.









Un derruido muro de piedras deja desprotegido un viejo huerto abandonado donde crecen cerezos asilvestrados y nogueras añosas al cuidado de nadie. Junto a las paredes de la hoz, un abrigo natural a sus pies con un tosco muro circundándolo, sirvió de aprisco y refugio de cabras y ovejas frente a los lobos que merodeaban por la zona. Despacio, con mucho cuidado de no lesionarme aun más la rodilla, subí hasta allí para tocar sus piedras con la misma fe que un devoto acude a la ermita a hacer sus rogativas. Desde su atalaya, tras el quicio de una puerta desvencijada, a punto de caer, se divisaba el sendero y los cortados de la hoz.




Seguimos por la senda alfombrada de hojas de mil colores entretejidas al azar por el viento que, caprichoso, las cambia de un lugar a otro para regocijo de la vista del paseante que ve cómo a cada paso cambia el estampado del mágico tapiz que pisa.

   


Un tentador puentecillo con gruesas traviesas de tren, atraviesa el cauce mortecino del río que todavía no se ha repuesto de la feroz sequía del verano. Nos invita a pasar y nos cuesta mucho negarnos porque tras él, otro sendero se abre paso por una sugerente arboleda. Con no poco dolor decidimos continuar por el camino que indica la franja horizontal de color naranja del GR pintada en la estaca de madera, si es que no queremos perdernos parte de la ruta sugerida para pasear por la hoz del río Dulce.

A nuestra izquierda se levantan gruesos peñones de caliza horadados por el viento y el agua, que dejan descomunales ventanales con vistas al cielo. En las paredes más escarpadas los buitres dejan su huella de excrementos blancos bajo las cornisas donde anidan. Dos enormes bandadas de grullas sobrevuelan a gran altura los farallones del barranco con estridentes graznidos que asemejan trompetas celestiales. Cuando los dos grupos se funden en uno solo el espacio recupera la tranquilidad.


Esparcidos por las resecas y grisáceas superficies del páramo que baja en talud buscando el río, se mantienen erguidos algunos tolmos, peñascos naturales con forma de mojones, que se me antojan guerreros supervivientes de un ejército vencido por las tenaces embestidas de la erosión. Las manchas rojas de las hojas de los arces y los quejigos nos recuerdan cada otoño que allí se libra desde tiempos inmemoriales una trágica de la batalla que aún no ha concluido. Solo los más fuertes, convertidos en vigías eternos del valle, protegidos por sus duras corazas resistieron las acometidas de lluvia y vendavales que durante siglos se cernieron sobre ellos.

  
             

Pasamos casi sin detenernos junto a una casita de construcción poco atractiva para un espacio natural como aquel, donde el gran naturalista Félix Rodríguez de la Fuente, guardaba el material que tras interminables horas de filmación darían lugar a algunos de los mejores documentales que grandes y pequeños vimos durante años en la serie de TVE “El hombre y  la Tierra”  y con la que tantas generaciones aprendimos a conocer y amar la Naturaleza. Atravesamos el río por un paso de piedras para regresar al punto de partida por la otra margen más expuesta a la umbría como ponía de manifiesto el musgo y los líquenes que cubrían rocas y árboles.


Conforme avanzábamos hacia el pueblo, semienterrados en la vegetación del bosque de galería que acompaña al río curso abajo, asoman vestigios de muros que delatan la presencia de antiguos moradores que no sobrevivieron como los tolmos, a la erosión mucho más nociva del modo de vida que imponen los tiempos modernos. Este delicado ecosistema que, con dificultad pero mucho trabajo, conseguía alimentar a un pequeños grupos de población dispersos por el valle con la ayuda de árboles frutales, pequeñas huertas, alguna trucha y pequeñas presas de caza, despareció para siempre.



Sobre la corriente del río flotan cientos de barquillos amarillos que tienen sus improvisadas atarazanas en las ramas de los chopos que se reflejan en sus cristalinas aguas. Una madre da pecho a su bebé en la orilla del riachuelo, arrullado por los leves crujidos de las hojas al golpear, en su caída, contra las ramas secas .

                               


El camino se  hizo más corto de lo esperado entretenidos, como íbamos, en la contemplación de tanta belleza. Casi sin darnos cuenta llegamos de nuevo al puente que nos salió al paso al inicio de la ruta. Su discretísimo diseño consistente en un simple tablazón, me pareció lo más adecuado para ese entorno. Olvidándome por completo que mi pierna no era flexible como el talle de un junco sino rígida como una caña seca, hice equilibrios entre las piedras que salpicaban el cauce para hacer unas buenas fotos. El escenario era grandioso y merecía la pena arriesgarse. Sobre la pasarela, la bóveda vegetal apenas podía contener entre sus ramas la luz color membrillo del sol de  mediodía, la misma que, por debajo de ella, bruñe el agua donde se reflejan los sauces, álamos y fresnos de la arboleda.



Llegados al pie de la cuesta que desciende del pueblo, ascendimos camino arriba con la vista puesta en la silueta del malogrado castillo de Pelegrina, erigido sobre un roquedo por los obispos guerreros que hicieron de la cruz su espada para defender mejor su fe en Cristo. La intención era comprar pan para almorzar a la sombra de sus ruinas pero nada más poner el pie en el pueblo, nos dieron la mala noticia de que un allegado del panadero había fallecido. Hubimos de conformarnos con unas cervezas frescas y unos torreznos en el restaurante local. Enfilamos a Sigüenza, en donde a buen seguro no faltaría quien nos vendiese una barra de pan para acompañar el trozo de jamón y el chorizo picante que llevábamos en las alforjas, en realidad todo un  pretexto para descorchar una botella de vino garnacha 2014 de la bodega Beleluin, que estuvo a la altura del castillo de las torres del castillo de Sigüenza.  Lo que allí ocurrió solo lo sabemos mi mujer y yo, aunque quizás algún día os lo cuente.



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