Sin detenernos a comer continuamos la visita. El tiempo apremiaba y el riquísimo patrimonio de la ciudad bien merecía el ayuno. A cambio alimentaríamos el alma con la generosidad y abundancia de las bellas imágenes que Arequipa nos brindaba a cada paso.
El convento de Santa Catalina, junto con el centro histórico de Arequipa, está declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, un galardón ganado con justicia. Sus gruesas paredes y elevados muros hacen del convento una ciudadela en pleno corazón de la ciudad. Fundado a finales del s. XVI el monasterio acogió a cambio de espléndidas dotes a las hijas de las familias más nobles que, en muchos casos, ingresaron acompañadas de doncellas y criadas. Tener una hija en el monasterio contribuía a dar lustre a las familias de rancio abolengo por lo que muchas consagraron a sus hijas al servicio de Dios. Novicias y generosas dotes para su ingreso hicieron del convento uno de los más ricos del virreinato.


Pasear por el interior del convento es deambular por un pasado colonial casi intacto a pesar de los numerosos terremotos que zarandearon la ciudad. Los alarifes locales, sin duda inspirados por el idílico entorno, contribuyeron a forjar un patrimonio de acusada personalidad. Arquitecturas sólidas de formas redondeadas y paredes que huyen de la estricta verticalidad para soportar mejor los terremotos, se levantan entre los claustros, patios y calles que cuajan la ciudadela de Santa Catalina. Realzado por la luz arequipeña, los colores vivos de las construcciones se unen al de las plantas, fuentes y jardines que proliferan por todo el conjunto. Numerosas celdas se extienden a lo largo del trazado urbano. En realidad más que de celdas podría hablarse de casas por sus dimensiones y equipamiento: cocinas, aseos, hornos, mobiliarios... todas tan dispares que no hay dos iguales según la riqueza de la religiosa que en ella habitase. En el espacio cruciforme y austero que antaño ocuparon los dormitorios comunes, hoy cuelgan de sus muros decenas de valiosos cuadros de la inconfundible escuela cuzqueña. Con cierto aire de pintura infantil y mucho color, los lienzos se cuajan de imágenes con escenas piadosas de la vida y milagros de vírgenes y santos, ataviados con vistosas vestimentas, fruto del mestizaje cultural que en el campo artístico también impone su visión del mundo.

En este ambiente
imagino que la vida de recogimiento y contemplación no resultaría nada fácil.
Más bien cabe pensar en el bullicio de aquellas calles con nombres de ciudades andaluzas, de vivos colores,
adornadas con tiestos de geranios, transitadas por
las monjas y sus doncellas llevando tal o cual recado, que en algún momento de su historia llegaron a
superar las 300 almas. ¡Cuántas historias no
habría encerradas entre sus muros! No faltaron siquiera las más truculentas, como
la de las monjas que intentaron envenenar en varias ocasiones a la superiora sor
Ana de los Ángeles por querer imponer una austeridad más adecuada a la vida
monástica de trabajo y oración. Sin duda su capacidad de predecir el futuro y obrar
milagros fue lo que salvó la vida a Sor Ana y la llevó a los altares.

En un ángulo de la Plaza de Armas, a tres cuadras del convento de Santa Catalina, se encuentra la iglesia de la Compañía de Jesús. Es otro de los monumentos que no se debe dejar de visitar. Para algunos historiadores fue aquí donde nació el estilo barroco mestizo o simplemente barroco andino, que luego se extendió desde Arequipa al lago Titicaca y al resto del Altiplano. Antecede en varios decenios a la ya comentada iglesia de San Juan Bautista de Yanahuara, con la que compartió las mismas características decorativas e iconográficas: relieves muy planos, debido a que la porosidad del sillar tallado en lava impide que sea más profundo, y profusión de vegetación en forma de un frondoso tapiz que contrasta con el fondo liso del resto de la fachada. En el interior de la iglesia destacan los retablos tallados en maderas de cedro y roble, que hubieron de ser traídas de Europa, cubiertos por un baño generoso de oro y abundante plata en los altares. Estos elementos serán comunes al resto de las iglesias que vimos después, sin embargo, lo que hace más interesante la visita a esta iglesia es la Capilla de San Ignacio que ocupa el espacio de la antigua sacristía.
Bajo su cúpula de
media naranja, al elevar la vista hacia la bóveda, un extraordinario colorido
invade la retina. Impactado por la viveza de los colores hay que aspirar con
profundidad para recuperar el aliento perdido y poner un poco de orden en tu
mente para situarte adecuadamente en el Nuevo Mundo que se abre tras el umbral
de la puerta. Multitud de flores, frutos y pájaros exóticos se recrean en un
fragmento de selva, la misma selva que tan bien conocieron los jesuitas en sus
misiones. Desde el suelo a la bóveda no hay espacio para reposo de la vista que
se ve impelida a saltar de una parte a la otra como si de un mono se tratase. El
Paraíso no está desprovisto de santos ni evangelistas que pueblan como aves las
alturas del Edén. Y es así como la astucia de los soldados de San Ignacio de
Loyola consiguen transmitir y acercar al
indio con solo una mirada al mensaje implícito de la riqueza espiritual de “la
Creación”, en su búsqueda de conciliar dos visiones del mundo sobrenatural en
la que sólo una, finalmente, saldrá vencedora.
Cuando salimos de
allí había caído la noche y el estómago comenzó a reclamarnos su atención. En
Lima me había reservado a propósito un plato muy celebrado en todo Perú para
comerlo en Arequipa por ser muy típico de la sierra y el altiplano: el cuy
fractado. El cuy es lo que en Europa conocemos como conejillo de Indias o
cobaya. Es una especie nativa de los Andes, un alimento muy popular especialmente
entre las clases más humildes, rico en proteínas y de un coste accesible. El
título de este capítulo se debe a lo mucho que me sorprendieron las cifras de
producción y consumo del cuy. Al pobre animalito, de pelo tan suave que no te
cansarías de acariciarlo y ojillos tímidos, no le ampara su porte inocente de
conejillo de peluche. Se consume desde hace miles de años y en ese tiempo han
ideado muchas formas de cocinarlo.

Yo elegí una de ellas inspirado en el cuadro de “La Última Cena” pintado por el jesuita Diego de la Puente. Vi el cuadro pocas horas antes en una nave de la iglesia de la Compañía pero dos días antes había visto otro con la misma temática en el convento dominico de San Francisco, en Lima, pintado por el mismo autor. Y luego un tercero en Cuzco. Todos eran una muestra más del consumado sincretismo que hacía furor entre los artistas, una verdadera obsesión para atraer al indio identificando aspectos de la religión conquistadora con elementos propios de los conquistados. Y será como el cordero pascual será sustituido en la fuente por un cuy fractado. Para dar más realismo, desperdigados por la mesa se encuentra maíz, ají y otros productos típicamente andinos. Optamos por una cerveza Arequipeña mientras horneaban el desdichado cuy. La presencia era la de una rata grande, no en balde es un roedor, pero preferí centrar mi mente en la de un conejo. Abierto en canal, tumbado sobre las cuatro patas, el cocinero lo adornó con una guarnición de vegetales. En la boca su carne nos pareció fina y tierna, como la de un conejo que era, pero la piel tostada, crujiente al masticarla, daba el contrapunto de un lechón en textura y sabor, uno de esos tostones asados que tanta fama dan a los mesones segovianos. Lo cierto es que solo dejamos las uñas y así, transfigurados momentáneamente en los apóstoles del jesuita Diego de la Puente, involucionamos al pasado prehispánico. El cuy nos acercó a su cultura ancestral y su carne nos llevó a amar un poco más el Perú incaico y todos los perús anteriores gracias a ese afán evangelizador de la época incluso a través de la pintura.
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