sábado, 29 de octubre de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo XVI: La isla de los hombres tejedores

14:13

El barco turístico dejó atrás las penínsulas de Capachica y Chucuito que protegen la bahía de Puno para adentrarse abiertamente en el lago Titicaca en dirección a la isla de Taquile. Surcar estas aguas es hacerlo por el epicentro de la leyenda del origen de los incas y, consciente de ello, me apliqué en poner en orden mis conocimientos sobre esta fulgurante civilización y sus reyes. Navegamos dos horas por las tranquilas aguas del Titicaca parte de las cuales las pasé tratando de imaginar el aspecto de Manco Cápac y su hermana Mama Ocllo emergiendo del fondo del lago para cumplir con el mandato de fundar la capital del futuro imperio inca que su padre Inti, el dios Sol, les había encomendado. Poco me importaba la polémica de los historiadores sobre la naturaleza mítica o histórica de Manco Cápac porque yo ya tenía mi propia opinión: los hijos del Sol eran ambas cosas porque así lo creyeron sus súbditos. Como dios, surgió de las frías aguas del lago y como hombre fundó Cuzco, la ciudad llamada a ser el ombligo del Tahuantinsuyo.

Cuando la brisa fresca me sacó de la ensoñación, una delgada línea se interponía en el horizonte entre el azul celeste y el azul marino del cielo y el lago. La proa del barco se dirigía decidida hacia allí. Lentamente la raya se fue transformando en un trazo grueso a medida que nos acercábamos, hasta alcanzar la dimensión de una montaña cuando atracamos en el pequeño muelle de Taquile, un muelle construido con las mismas piedras rojas sin tallar que salpican el suelo de la isla. Era mediodía, el sol apretaba y también el hambre. Nos despojamos de algunas prendas e iniciamos una dura ascensión hasta el pueblo situado en la cima de la isla, muy cerca de los 4.000 metros de altitud. Aunque desde el puerto al pueblo salváramos un desnivel de apenas 200 metros por una larga escalinata que zigzaguea entre viejos andenes incaicos abandonados, la falta de oxígeno se hacía notar con el esfuerzo y nos obligaba a parar a cada poco para descansar.


La recompensa nos la ofrecieron sobre una alargada mesa con rica comida peruana de la que, a estas alturas, era un fan tan incondicional que mis jugos gástricos sólo estaba dispuestos a alabar. El sitio era fantástico, al aire libre, aprovechando el llano de una terraza, con vistas maravillosas al Titicaca. Y al alcance de mi mano una sopa de quinoa y una rica trucha asada.





A aquel paisaje no le faltó tampoco la música. Un taquileño bien dispuesto, vestido al modo tradicional de la isla con pantalón negro, camisa blanca, chaleco corto y chullo -gorro tradicional andino- amenizó la comida interpretando melodías andinas con la quena y el charango. Nos ganó el aplauso interpretando un clásico, “el cóndor pasa”, aunque luego fue derivando a las rancheras hasta convertirse en un improvisado homenaje al pueblo hermano de México lindo. Personalmente yo hubiese preferido seguir sintiéndome en Perú pero…. ¡por un momento no pudo ser!





Orgullosos de su cultura y costumbres los taquileños no pierden la ocasión para explicarnos y mostrarnos sus habilidades, que son especialmente interesantes en lo relacionado con el tejido y la vestimenta,  hasta el punto que la UNESCO proclamó el arte textil allí elaborado en el 2005 como “Obra maestra del patrimonio oral e intangible de la Humanidad”. Nunca había oído hablar de este galardón pero visitando la isla se entiende perfectamente su significado porque puedes visualizarlo. En Taquile sus habitantes y las prendas hablan el mismo idioma, un bonito lenguaje compuesto por un léxico que se expresa en colores, símbolos y diseños sobre las prendas con las que se interrelacionan manifestando a través de ellas su estado civil, pretensiones, posición social, calendario, ciclos agrícolas, rituales o cualquier otro evento importante para ellos o su comunidad.  Y así, a golpe de puntada de aguja, con paciencia de amanuense, hombres y mujeres escriben su historia y sentimientos con hebras de lana sobre chullos, cinturones, fajas, chalecos, blusas y faldas.


La pequeña comunidad taquileña consciente de la importancia del turismo para su economía mantienen sus tradiciones intactas, haciendo de la isla un museo etnográfico donde puede verse a los ancianos por las calles haciendo punto como hacían nuestras abuelas o hilando, con la habilidad pasmosa que dan los años de experiencia, las fibras que sostienen en una mano mientras la otra hace girar un huso manual que las enrolla y las transforma en hilo, o a los mismos niños tejiendo sus propios chullos blancos y rojos que con el tiempo tendrán que volver a tejer en color rojo si es que contraen matrimonio, o las mujeres solteras, de cuyo chullo pende un pompón rojo y más grande y vistoso que el de las casadas. Son estrategias de género que suelen dar buen resultado.


A la pequeña Plaza de Armas del pueblo se accede a través de un sencillo arco de medio punto rematado por una cruz flanqueada por las efigies de piedra de personas tocadas con sombreros representando, quizás, autoridades locales. En la plaza se yergue el robusto campanario troncopiramidal de la iglesia parroquial que nos retrae a la época colonial junto con otros edificios principales en adobe.



Recorrimos parte de la isla a pie en pos del embarcadero donde nos recogería el barco de regreso a Puno. El camino de piedra invitaba a disfrutar del paisaje embellecido por arcos similares al que vimos en la plaza, pero toscamente labrados y de tamaño más reducido pero de diseños muy originales.



Descendimos hacia el pequeño muelle por la cara occidental, la más abrupta, surcada de terrazas y eucaliptos a un lado, al otro el lago sagrado del Titicaca y envolviendo todo ese paisaje idílico, una atmósfera envidiable donde se respiraba una paz difícil de encontrar en otros sitios. He de confesar que antes de conocer Taquile no me seducía la idea de visitarla aunque afortunadamente, como otras tantas veces, me equivoqué. Por lo visto Perú no estaba dispuesto a defraudarme y, mostrara la cara que mostrara, siempre me pareció bello.

Poco antes de partir me pareció ver a Mama Ocllo en la playa de Taquile, al pie de los acantilados. Aunque su aspecto había cambiado la reconocí bajo un sombrero tejido de paja; lo mejor es que conseguí convencerla y al día de hoy seguimos durmiendo en la misma cama. 

miércoles, 26 de octubre de 2016

Las Pesquerías Reales, un camino hecho a medida de un rey (parte II y última)

3:23


Con los estómagos llenos y confortados por el generoso almuerzo, retomamos el camino de las Pesquerías Reales.





El angosto trecho de la Boca del Asno impidió continuar el enlosado por esa parte del río, obligando a los ingenieros, siempre dispuestos a allanar las dificultades que salieran al paso del rey, a esculpir una escalera de gruesos peldaños sobre la piedra para flanquear el paso de las voluptuosas rocas de granito que estrechaban el paso del río. Sobre ellas acondicionaron un privilegiado mirador desde la que el rey pudiese lanzar la caña sobre las pozas que quedaban al pie de los ciclópeos peñones, para pescar las truchas que esperaban inmóviles, en el fondo de las mismas, algo que echarse a la boca.


En el breve espacio de dos o tres años el valle de Valsaín se fue transformando casi imperceptiblemente en una prolongación de los jardines del palacio real de San Ildefonso. No sabría decir si fue antes el huevo o la gallina, pero lo cierto es que la adecuación del río a las aficiones pesqueras de Carlos III pudo haber sido el germen de un precioso jardín de estilo inglés, en donde el predominio de la Naturaleza en su estado puro supera con creces al espacio en que árboles y plantas crecen ordenados siguiendo el dictado de jardineros y paisajistas, como ocurre con el Parterre de la Fama del palacio de la Granja, donde una sucesión de setos dispuestos en formas geométricas somete a la vegetación al racionalismo de la época.



Para que no hubiese duda sobre la propiedad de aquel río y su ribera, la Casa Real se tomó la molestia de amojonar las lindes para demarcar sus dominios. Descubrir en el camino las marcas esculpidas por los canteros sobre la roca viva es un goce para los sentidos. Es el caso de la corona con forma de globo rematada por una cruz, cincelada sobre un lecho de granito con apariencia de barquita encallada entre los pinos o del grafiti tallado en un berrueco con membrete real de R coronada que recuerda con letras clásicas y muy legibles la fecha de la obra. 



 

Al jardín fluvial del rey no le faltan puentes a pesar de que el Eresma en ese trayecto no pase de ser un arroyo con pretensiones de río pero en algo tenía que notarse la magnificencia de su protector. Una excesiva austeridad restaría interés a su diseño, así es que, dispuso que sus ingenieros construyesen algunos para darle dignidad de río a lo que era un riachuelo, algo nada complicado para un monarca que gobernaba por designio divino y estaba autorizado para cambiar la naturaleza de las cosas con una simple real orden.





La anatomía de los puentes que se levantaron sobre el Eresma se ajustaron a  las necesidades de la senda de las Pesquerías Reales. Un muro no debería ser obstáculo para nuestro ilustrado Borbón y, quizás, fuese este el detalle que determinó la configuración de algunos como el de la Boca del Asno, el del Anzolero, nombre muy bien traído al caso por recordarnos a quien fabricaba los anzuelos, y Navalacarreta, éste último construido en 1778 por Juan de Villanueva, el mismo arquitecto que diseñó el Museo del Prado o el Observatorio Astronómico entre otras obras. Ambos tienen un ojo por donde discurre el río y otro más pequeño, a la orilla, para dejar expedito el paso de la senda empedrada que se prolongaba como un muelle fluvial desde las faldas de los montes de Guadarrama hasta las huertas de San Ildefonso, a tiro de piedra del palacio real, por donde transitaba el rey pescador, sin que nada se interpusiese en su camino. A pie, a caballo o en carroza Carlos III tenía todas las vías abiertas para llegar donde su real voluntad le diese la gana.


En las proximidades del pueblo de Valsaín topamos con otro puente o, quizás, mejor debería decir acueducto, tanto por su función como por el gran parecido al que los romanos levantaron en Segovia. De proporciones más humildes que el acueducto romano, los pilares sobre los que se levanta son de piedra seca, es decir, de bloques de granito sin argamasa que los una. Algunos ya acusan la edad en sus estirados portes que comienzan a vencerse alejándose de la verticalidad que les mantiene con vida. Esta vez fue un rey de la casa de los Austrias, Felipe II, el que ordenó al arroyo de Peñalara prestar sus aguas para ser canalizadas a través del viaducto hasta el palacio que levantaron en sus proximidades para solaz del rey y los suyos. Salva el curso del Eresma con un amplio arco sobre el que se sustentan algunos de los pilares para proseguir sus aguas por un canal a cielo abierto que lleva hasta el palacio de Valsaín.








Mi rodilla comenzó a resentirse poco antes de entrar en el pueblo. Tocada por la artrosis, ni la hierba de la amplia pradera que otrora sirvió de pasto para los animales salvajes que en ella pacían por capricho de otro rey, Enrique IV, éste de la dinastía Trastámara, antecesor de los Austrias, conseguía amortiguar el creciente dolor que me hacía andar con la pata muy estirada, como si fuese un remo, buscando algo de alivio. Solo la belleza del lugar hacía olvidarme de mis penas. Las ruinas de una torre del viejo palacio sobresalían sobre el resto del caserío. 

Un desafortunado incendio bajo el reinado de Carlos II el Hechizado, último Austria, nos privó de lo que hubo de ser un bonito palacio de influencias flamencas. Ahora son las zarzas encaramadas en los muros que rodeaban al Jardín de la Reina y el olvido de nuestro Patrimonio los encargados de completar el trabajo que iniciaron unas lejanas llamas en una noche de Navidad de 1697.


Allí nos encontramos con un matrimonio amigo con los que habíamos quedado el día anterior y aunque no hacía tanto que habíamos almorzado, el alborozo de vernos y el calor de mediodía invitaba a unas cervezas que tomamos bien frescas con una fuente de torreznos.







El rostro de un fiero barbado, que por su boca abastecía de agua la fuente adornada con un escudo real seguramente rescatado de las ruinas próximas, nos despidió con su gesto iracundo antes de dejar el pueblo e internarnos de nuevo en la senda de las Pesquerías que se prolonga durante cinco kilómetros hasta la Granja de San Ildefonso.








Observé que en ese tramo la intervención de los funcionarios reales sobre la vegetación y la obra de piedra fue más intensa, sin duda, por la proximidad al palacio, lo que hacía del lugar un espacio más frecuentado por el soberano. El pinar cede protagonismo a los robles, almeces y otras especies arbóreas que en algunas zonas de umbría tenían recubiertos sus troncos con terciopelo de musgo verde intenso.

 

El corredor de baldosas que bordea la margen izquierda del río, en general, está más trabajado que el tramo inicial: se multiplican plataformas para pescar, escalones que descienden directamente a las aguas, cercados, mojones y pasos de piedras bien labradas para atravesar torrenteras tributarias del Eresma o vados como el de las Pasaderas en los que las grandes losas de granito se disponen en línea recta como el teclado de un piano gigante por donde se deslizan los pies con destino incierto y más si están mojadas.


En realidad toda el área es como un gran parque de juegos en medio de la naturaleza, realizado ex profeso para divertimento del rey y su corte. No cuesta mucho imaginar este bosque poblado de nobles aduladores con pelucas y rostros empolvados, marquesas con generosos escotes, lacayos con librea, pajes, soldados y una nube de sirvientes atentos a los deseos de sus señores. Afortunadamente la senda era muy larga y el rey pescador podría hacer uso de su caña y anzuelos más allá de Valsaín en compañía más menguada y serena.













Puso fin a esta ruta un paseo por los jardines del palacio rebosantes de fuentes con personajes mitológicos a los que tanto gustaban de asociarse los reyes. Entre ellos busqué en vano a Esculapio para que pusiese remedio con algún ungüento a aquel desastre de rodilla que después de varios meses atrás amenazándome, se manifestó esa misma tarde con una inflamación y tanto dolor que temo me deje cojo como al herrero Vulcano. Hube de conformarme con la cita que tenía dos días después con el traumatólogo de la Seguridad Social y para mi desgracia, ni ésta ni el que me vio una semana después hicieron nada por mí. Esculapio tampoco puso la mano sobre sus cabezas para inculcarles algo de su sabiduría. 




               

miércoles, 19 de octubre de 2016

Las Pesquerías Reales, un camino hecho a medida de un rey (parte I)

2:42

Deseoso de ver cómo le sentaban los tonos pardos del otoño a los jardines del palacio de San Ildefonso, planifiqué una visita a la que se apuntaron un grupo de amigos con los que comparto interés por el arte, la naturaleza y un buen almuerzo en el campo. El día anterior, leyendo algo sobre el lugar, me encontré inesperadamente en internet con una ruta que desde el primer momento me entusiasmó tanto que el destino final terminó siendo solo el colofón a ese otro que el azar interpuso ante mis ojos. Siendo los amigos de buen carácter no les importó el cambio de propuesta tan solo unas horas antes y, como de costumbre suelen hacer, confiaron en mí. El nuevo plan consistía en hacer un recorrido de 14 kilómetros siguiendo el curso del río Eresma a su paso por el valle de Valsaín, no muy lejos del Real Sitio de la Granja de San Ildefonso. Busqué alguna documentación en la biblioteca pública de Vallecas y conseguí un rudimentario plano de la ruta que resultó de gran utilidad.









A los pies del puerto de Navacerrada, por la carretera CL-601 que conduce a Segovia, dejamos el coche en un aparcadero bien pavimentado cerca de la abandonada Venta de los Mosquitos, al lado del puente de la Cantina. A través de una herrumbrosa puerta giratoria accedimos a una pista forestal asfaltada. Caminamos algo desorientados unos 800 metros porque comprendimos que el camino se iba alejando del río que quedaba más abajo, justo a nuestra derecha, de modo que al llegar a un puente que sobrevolaba un arroyo, decidimos abandonar la pista y continuar por una trocha que, aguas abajo del torrente, nos llevó hasta el río Eresma.



El arroyo entrega sus revoltosas aguas al Eresma discretamente bajo un sólido puentecillo de berroqueñas piedras. Sorprendido por tanto refinamiento para poner fin al curso de un simple regato, al alzar la vista y ver la margen del río enlosada, comprendí que él no era el merecedor de tanto honor sino el propio río al que el capricho de un rey había decidido engalanarlo para su propio deleite. Ahora tenía la certeza de estar sobre el buen camino.

Fue Carlos III, monarca déspota pero ilustrado al menos, quien ordenó a sus arquitectos acondicionar un tramo de nueve kilómetros del río para poder disfrutar de sus largas jornadas de pesca sin ensuciarse de barro sus reales mocasines. Los alarifes, siempre solícitos a los deseos de su majestad, movilizaron un pequeño ejército de canteros que armados con cinceles y martillos horadaron canteras y desbastaron peñascos de granito para ponerlos a los pies del rey. En apenas tres años, entre 1767 y 1769 pavimentaron la margen izquierda del Eresma, entonces llamado Valsaín, a modo de calzada romana, pero para su exclusivo uso pedestre.
 

Desde el primer momento caminamos entre un majestuoso paisaje de pinos y helechos. La mañana era fresca, casi fría, pero muy despejada; solo el murmullo del río y los cantos de pájaros invisibles rompían el silencio del bosque. Rehusé al sendero de tierra para caminar sobre la estrecha senda de  piedra que los canteros labraron para el rey. Disfrutaba siguiendo el rastro del camino veteado con las hojas pardas de los árboles que comenzaban a desnudarse para vestirse de invierno, cuando nos salieron al paso dos gigantes recubiertos con corazas de musgo, dos gruesos bolos de granito que con toda seguridad, Carlos III duque de Parma y Plasencia, rey de Nápoles y de Sicilia, rey de España y las Américas, guiado por su buen gusto de paisajista, los indultó de las piquetas de los picapedreros y, en un gesto magnánimo, revistiéndolos con su real autoridad, los nombró centinelas eternos de su sendero.


Tres pilares de cantería atraviesan el río. Sobre ellos, el aire. Son los restos del puente de los Vadillos cuyos constructores, quizás confiados por el inofensivo caudal de un vado que podía atravesarse sin apenas mojar los cascos de los caballos, no pensaron que un mal día lo tiene cualquiera y, así, cuando se desató la tormenta y las calmas aguas devinieron en turbulentas, arrastraron con sordo rumor de troncos y cantos convertidos en una tempestad de arietes, la pasarela que los coronaba.


El tiempo y otros malos genios dejaron huella en algunos tramos de la calzada, como las losas encalladas en el cauce, que nos traen a la memoria recuerdos de naufragios y lápidas removidas.



Sin embargo, una o cien tormentas de verano convertidas en tempestades no cambian la naturaleza inofensiva de este riachuelo apenas recién nacido unos cientos de metros más arriba, entre las peñas de la sierra de Guadarrama. El Eresma, en este tramo es apenas un caprichoso adolescente de carácter inquieto, enérgico, espontáneo, rebelde, al que le gusta saltar con su corriente incipiente sobre las piedras, anegar las praderas adyacentes o arremolinarse en las cavidades de las rocas pero, sobre todo, si algo lo define es su narcisismo. Sabedor de su belleza juvenil, es un engreído al que le gusta ser el centro de atención del valle. A tramos extiende espejos de sus cristalinas aguas sobre remansos a los que todos los habitantes del bosque acuden a contemplarse: árboles, nubes, plantas, bestias, rocas, pájaros, paseantes, todos sucumbimos al poder hipnótico de su brillante superficie, pulida como un vidrio que refracta impecables nuestras imágenes. El espejo se convierte en un inocente juego de vanidades al que todos acudimos para vernos y ser vistos, mientras el riachuelo se regocija en ello.


Sobre una explanada, en la margen derecha, hay un área de recreo con robustas mesas y bancos de madera, un lugar perfecto para aligerar nuestro equipaje y darnos un respiro. Llaman al lugar la Boca del Asno, quizás porque a esa altura el río discurre encajado entre grandes rocas de granito que forman un paso angosto y alargado, similar al de la quijada de un burro. Parece que el lugar ya era frecuentado siglos antes por los cortesanos del palacio próximo para sus francachelas campestres travestidos de campesinos. La guillotina todavía debía de ser una sombra muy lejana y retozaban despreocupados por los prados. Alcanzamos la otra orilla por el puente y extendimos sobre la mesa una selección de ibéricos de Salamanca, queso de cabra de Extremadura y una botella de tinto crianza, un buen rioja de nombre Beleluin. Tres barras de pan tierno cocido en horno de leña nos sirvieron de platos. Cuando dimos fin con todas esas viandas la carga quedó mejor repartida, llevando cada uno lo suyo consigo. Y contrariando el viejo refranero castellano seguimos andando camino pero ya sin pan ni vino.

domingo, 16 de octubre de 2016

Crónicas peruleras. Capítulo XV: Los indios uros, entre el agua y el cielo.

3:33


Cuando pisé el tupido suelo de totoras tuve la sensación de encontrarme en un espacio inmaterial, flotando entre las aguas y el cielo donde nada parecía sólido, sin embargo, un pequeño microcosmos emergía sobre el lago entretejido entre aquel bosque de raíces y juncos sobre los que  brotaban cabañas habitadas por hombres de piel muy oscura y un lenguaje extraño.



Aquel islote lacustre era uno de los casi 80 que pueblan las aguas jurisdiccionales peruanas de Titicaca. Nos dispusieron en semicírculo en torno a dos hombres y tres mujeres jóvenes en una pequeña explanada abierta al lago. Uno de ellos, el que hacía de presidente de la pequeña comunidad, nos saludó en aimara con un musical “kamisaraki” - ¿cómo estáis? -, al que respondimos a coro, como escolares bien entrenados “waliki, jumasti” - bien ¿y tú? – No es que de repente Dios nos hubiese dotado del don de lenguas, fue más bien el guía que durante el viaje en catamarán no dejó de repetir este saludo hasta que todos lo aprendimos de memoria.

Se presentaron los anfitriones. El guía hacía de intérprete. Nos explicaron su modo de vida y cómo se construía una isla de 300 m2 como la suya, compartida por tres familias unidas por lazos de sangre. El relato fue muy interesante pero lo resumiré para no ser pesado. La totora, que crece abundantemente en el lago, en época de lluvias se desprende con sus raíces del suelo quedando a la deriva grandes bloques de un metro de espesor aproximadamente, como el que habían colocado  en el centro del escenario para hacer más fácil la explicación. Los uros cortan con sierras -sus antepasados lo hacían con palos- fragmentos de unos de 50 m2 que remolcan con barcas hasta un lugar menos profundo, próximo a las orillas del lago, donde las ensartan con estacas de eucaliptos que luego atan entre sí. Las raíces, al seguir creciendo, terminan entrelazándose hasta formar una masa compacta que anclan, para evitar que la isla termine a la deriva, con palos y cuerdas al fondo del lago, que en las orillas no suele ser de más de cuatro metros de profundidad. Sobre la superficie ponen camadas contrapuestas de totora hasta alcanzar una altura de casi un metro a fin de paliar los efectos de la humedad, responsable del reuma que sufren casi todos los robinsones que habitan la isla.

Mientras escuchaba atentamente las explicaciones, mis ojos no se apartaban de una abuela que vigilaba  a dos niños de corta edad, sus nietos, supongo, sentada sobre el piso de totoras en la puerta de su cabaña, ante una manta cubierta de productos artesanales. Perderlos de vista por un momento en aquel islote podría suponer una tragedia porque no había nada que impidiese que cayesen al agua al menor despiste. La anciana compartía con las mujeres más jóvenes las mismas generosas curvas femeninas con las que el colombiano Botero dotaba sus esculturas, quizás por el escaso espacio para moverse y la falta de un suelo firme donde apoyarse. Pero más que el volumen, lo que me movía a curiosidad era su rostro oscuro, serio, imperturbable, ajeno  al bullicio súbito que una horda de extraños personajes habíamos llevado a su dominio.





Anhelaba ir a su lado para verla más de cerca y hacerle unas fotografías antes que el resto de turistas se esparciesen por el lugar y el ambiente fuese más parecido al de un parque temático que al de una legendaria isla flotante del Titicaca. Con esa idea me alejé discretamente del grupo y me dirigí hacia su puesto de souvenir. Por un instante desvió sus ojos de los niños y me observó. Sus facciones permanecieron inalteradas; su mirada inexpresiva, inmóvil, me recordó la de una iguana. Impresionado adopté un gesto serio, circunspecto, acorde al de la buena mujer y balbuceé un torpe kamisaraki al que respondió con un imperceptible movimiento de cabeza. Fingí interés en el género que había desparramado sobre la manta, la única cosa que justificaba mi presencia ante ella. Con poca persuasión y mucha pereza levantaba pesadamente su brazo mostrándome tejidos y bonitas artesanías hasta que no tuve más remedio que decidirme por alguna. Compré un calabacín sobre el que había pintada una cabeza de búho por 10 soles que pagué sin regatear. Aproveché el momento para indicarle con el teléfono en la mano si podía hacerle una foto. Sin alterar lo más mínimo su rostro, la abuela uro ni negó ni afirmó y desviando su mirada lentamente volvió sus ojos sobre los nietos. Creo que le importaba un rábano lo que ese tipo hiciese. Con discreción tomé unas fotos para no incomodar a la anciana y retorné al grupo.


Al concluir la charla los anfitriones nos invitaron en un buen español, ante nuestra sorpresa, a ver las mercaderías que tenían expuestas delante de sus cabañas. El negocio imponía el entendimiento. El esfuerzo traductor que hizo hasta entonces el guía fue un brindis al sol para su mayor gloria y envanecimiento, ¡Dios lo perdone!. Comprar un souvenir en un sitio tan peculiar se imponía como obligación. Nosotros cargamos con tres fundas de cojines sobre las que había bordadas coloridas figuras alusivas a su cultura y creencias, sin importarnos que el paño fuese tan basto al tacto que nunca podríamos apoyar la cabeza en ellos, pero desplegados en el sofá de casa quedarían preciosos y contribuirían a difundir las peculiaridades del mundo uro entre aquellos que al venir casa tuviesen la sana curiosidad de conocerlo.





La visita a la isla flotante tuvo su broche de oro con un paseo en barca por el lago. Nos tocó en suerte una embarcación con dos pisos y proa vikinga que salvo en el material de construcción, en nada más se parecía a las barcas de totora originales, pequeñas y muy funcionales adaptadas al transporte entre islas, la pesca, la caza de patos o la búsqueda de huevos en los cañaverales, para lo que fueron diseñadas en sus orígenes. 


Pero los nativos se han adaptado a los tiempos y son conscientes que una totora con dos niveles es más rentable que una individual para un torpe pasajero que además acabaría en el agua. De todas formas, a bordo de aquella atracción de feria también disfrutamos de una civilización milenaria. Los mismos nativos bromeaban con sus embarcaciones y las clasificaban según su fastuosidad. La nuestra era una totora modelo Mercedes Benz, la de más alto standing, aunque yo hubiese preferido pasearme en un Seat 600, uno de esos que tenían amarrados para ir a buscar huevos de patos a sus nidos, sin más adornos que el trenzado de los juncos que terminaban en punta como una babucha de las Mil y una noches.














Poco después la quilla del catamarán turístico rasgaba con su quilla, como una punta de diamante de cristalero, el espejo de agua del lago camino a la isla de Taquile. La estela de espuma dejaba atrás el arco tejido con totoras con la chakana suspendida, una representación de la Cruz del Sur utilizada por los nativos para conocer los ciclos lunares que marcaban las tareas agrícolas. Lo último que vi fueron fugaces destellos procedentes de las placas solares que el ex presidente Fujimori regaló a los habitantes de las islas flotantes, pero ahora que las he visitado ya no me iré nunca de ellas. Con solo cerrar los ojos puedo verlas con toda claridad, flotando como un sueño sobre el Titicaca.























lunes, 10 de octubre de 2016

Crónicas peruleras. Capitulo XIV: Titicaca

2:12




La carretera de Juliaca a Puno está trazada con tiralíneas. Solo cuando se aproxima a la cuenca del lago Titicaca rompe su rigidez para descender zigzagueando por las faldas de los cerros que rodean la ciudad. A la altura del Mirador Puma Uta se divisa un mar de bombillas que definen en la oscuridad de la noche los límites de la capital que, por un lado, se extiende hasta los muelles del puerto donde las oscuras aguas del lago apagan su titilante centelleo y, por otro, saltan los límites de la llanura litoral, donde se levanta el grueso de los edificios, para trepar entre los barrancos que descienden desde la meseta del altiplano donde sus luces van dejando un mortecino rastro lumínico hasta desaparecer por completo.

Tras un suave descenso por la prolongada cuesta de la carretera que lleva a la terminal de autobuses, llegamos a Puno. Dos empleados de la agencia de viajes nos llevaron hasta el Hotel Hacienda Plaza de Armas, situado en pleno centro urbano. La recepción de los empleados del hotel fue tan cálida como la temperatura del hall. Al lado de los ascensores, sobre una mesita baja, una muñeca de fieltro ataviada con traje regional y sombrero de bombín, al modo de campesina nativa, ofrecía hojas de coca a los clientes. Las aceptamos muy gustosos y preparamos un par de mates de coca bien calientes con los que templar el estómago antes de subir a la habitación.
Aunque empezábamos a acostumbrarnos al soroche, Puno está a demasiada altura como para que sus efectos pasen desapercibidos así es que decidimos acostarnos pronto para amortiguarlos en la inconsciencia del sueño. Al día siguiente nos esperaba un apasionante viaje por el mítico lago Titicaca, el lago navegable más alto del mundo, a casi 4.000 metros de altitud por lo que podría pensarse más en volar que en navegar por sus aguas.

Amaneció un día frío pero muy despejado. Los catamaranes cabeceaban amarrados en el muelle, con sus costados rozándose entre sí.  Para acomodarnos en el que nos habían asignado hubimos de pasar sobre varios de ellos, de unos a otros, con poca pericia marinera y mucho riesgo de caer de bruces sobre la cubierta por el obstinado balanceo. Era una embarcación de tamaño medio, cubierta casi en su totalidad por un cerramiento de metacrilato transparente, acondicionada para paseos turísticos por Titicaca, muy similar a las del resto de la flotilla con una capacidad de unas 40 personas.
Apenas soltaron amarras, el guía nos dio la bienvenida y pasó a exponer el plan del día. El catamarán zarpó dejando atrás el puerto y enfiló la proa por un amplio pasillo flanqueado por una vasta pradera de totoras, como conocen allí a los juncos acuáticos que nacen en las orillas del lago. El sordo ronroneo del motor se colaba en el interior de la cabina. Yo había dejado de prestar atención a las palabras del guía y contemplaba absorto como las ondas del agua que despedía el barco desde babor y estribor, iban batiendo incesantemente las primeras líneas de juncos que absorbían con un elegante bamboleo las olas hasta diluirlas en aquella compacta masa vegetal. Salí fuera de la cabina buscando la brisa. El único lugar que quedaba sin cubrir estaba en popa, un reducido espacio usado por la marinería en las maniobras de atraque y desatraque y, allí, encontré un sitio donde acomodarme para disfrutar al aire libre del paseo marítimo.

Una súbita agitación en el interior de la cabina me puso en alerta; todos miraban a estribor. No muy lejos se adivinaba una mancha amarilla sobre el azul turquesa de las aguas. Las islas flotantes de los indios uros están a 2,5 millas de Puno, unos 6 kilómetros que se recorren en poco menos de una hora. El barco ralentizó su velocidad y comenzó la maniobra de aproximación. La delgada línea amarilla comenzó a tomar forma según nos acercábamos. Ahora se apreciaban los perfiles de un grupo de cabañas y algunas barcas de un intenso amarillo dorado con curvadas proas y popas. Un grupo de personas, ataviados con vistosas ropas de colores, se movía sobre la superficie esperando nuestra llegada.


Cuando puse el pie sobre esa gigante estera de totoras entrelazadas, sentí como el suelo se hundía levemente bajo mi peso. Una intensa emoción se apoderó de mí. Quizás Cristóbal Colón hubiese sentido algo parecido al pisar la tierra de la isla de Guanahani el 12 de octubre de 1942.