La visita al Castillo de Garcimuñoz surgió como surge todo lo
bueno, espontáneamente. En el wasap de los Pata
Negra, Rosario, una integrante del grupo de los viejos compañeros que
estudiamos el bachillerato en San Clemente entre 1976 y 1980, nos invitó a
pasar el día en su pueblo y, de paso, ver el resultado del castillo
prácticamente recién restaurado, restauración que ha levantado agrias polémicas
entre propios y extraños.
Acudimos todos los Patas que estábamos disponibles por los
alrededores: San Clemente, el Provencio, la Alberca del Záncara y Valera de Abajo,
el pueblo “de las puertas”. A las 10 los coches se agazapaban a la sombra de
las viejas murallas del castillo. Al cabo de unos minutos llegó el guía y se
agregaron algunos turistas más.
Rosario había organizado la visita con el guía local, Gerardo, un
joven con aspecto de galán, que desinteresadamente se prestó a deshilvanar la
complicada historia bajomedieval del Señorío de Villena para los escasos
turistas que recalan por allí quizás porque lo bueno siempre ha sido un
privilegio de pocos. Todo lo que yo sabía del Castillo de Garcimuñoz era que Jorge Manrique, una vieja gloria de
nuestras letras nacionales, había muerto en el asalto al castillo a las órdenes
de Isabel la Católica. Por eso, no es de extrañar que al ver a Gerardo mostrar
cierta impaciencia por empezar sin más demora la visita porque “si no, no nos
daría tiempo a ver todo”, despertase en mí gran curiosidad por ver cómo podría
dar de sí la visita a un pueblo con algo menos de 200 habitantes, con un
castillo recién restaurado del que apenas se conservaron las murallas
desprovistas de almenas y una iglesia a su costado que solo se abría en horario
de misa.
Como de costumbre me puse a su lado, como siempre hago cuando hay
un guía, para no perderme detalle. La visita empezó por lo que teníamos más a
mano, el castillo, y no tardó en saltar la polémica a la vista del mazacote de
hormigón adosado a la muralla por la que se accedía al interior de la fortaleza,
justo en el lado más vistoso del conjunto, donde se encuentra la soberbia
portada rematada por una espléndida barbacana. Para muchos aquello podría
interpretarse como un acto de sabotaje o de soberbia de la arquitecta-restauradora
que afea, en mi opinión, de forma manifiesta la entrada al castillo y da todo
el protagonismo a su obra. ¡Qué diferente forma de firmar una obra! Hace siglos
bastaban unas sencillas marcas de cantero en los sillares de los muros para reconocer
la autoría del artesano y poder percibir su salario al final de la obra.
Cuando traspasas el umbral es difícil no quedar impactado por la cantidad de estructuras metálicas y de metacrilato que llenan la entrada, el patio
de armas, los torreones…. Ni siquiera desde la atalaya de la torre del homenaje
puedes librarte de su presencia. Sinceramente no vi ninguna vinculación entre
un castillo cuyos orígenes se remontan más allá del s. XII y esa obra ultra
moderna que quizás sirva para los fines culturales para los cuales se hizo pero
que tan poca consideración tuvo hacia la estética del castillo medieval. De
esta simbiosis no se ha obtenido un beneficio común, más bien, es una relación
parasitaria donde la obra de Izaskun se beneficia de las ruinas del
castillo y éste, a cambio, sale muy perjudicado. Pero quién sabe si esta actuación no
puede resultar altamente mediática y atraer al pueblo a muchísima gente como en
su día lo hizo el restaurado Ecce Homo de Borja. Entonces los castilleros* si estarían de enhorabuena.

Sin saberlo, los versos de Jorge Manrique resultaron premonitorios
con respecto a la fugacidad de las cosas y la vida.
los edificios reales
llenos de oro,
las vajillas tan febridas,
los enriques y reales
del tesoro;
los jaeces, los caballos
de sus gentes y atavíos
tan sobrados,
¿dónde iremos a buscallos?
(Coplas por la muerte de su padre)
Ni el bueno de Gerardo ni Elena, la joven guía que nos mostró el
interior, se quisieron pronunciar, quizás ya cansados de tantas diatribas. Todo lo más que dijeron es que a nadie dejaba
indiferente la obra, una forma elegante de decir que levanta pasiones
encontradas y, que incluso, apostillaron, un grupo de arquitectos norteamericanos había
venido de Massachussetts expresamente a verlo. Y es que para gustos, colores.
Antes de abandonar el castillo encontré entre sus gruesos muros la
foto que prometí por wasap el día anterior a Eldad, un amigo judío sefardí que conocí
en Perú. Se trata de esta tronera de “cruz y orbe” tan propia, esta sí, de la
arquitectura de un castillo, usada para disparar a través de ella con armas de
fuego.
El sol comenzaba a calentar muy fuerte, demasiado para ser finales
de agosto, por eso cuando abordamos la calle de la Corredera, la principal del
pueblo, buscamos la sombra de las fachadas. El guía se veía más seguro conforme
se alejaba de la embarazosa explicación de la restauración del castillo y
comenzó a dar detalles muy prolijos de escudos, portadas y genealogía de las
ilustres familias que dominaron aquellas tierras, y que testimoniaban la
importancia del pueblo durante toda la Edad Media.
Me llamó la atención, especialmente, la tendencia de aquellos
paisanos a dividir las herencias de forma tan metódica. Una portada señorial de
difícil indivisibilidad, se resolvió por el expeditivo método de poner un pilar
bajo la clave del dintel y abrir un par de puertas en su vano para acceder a dos
viviendas diferentes; o bien, como la unidad de una fachada noble, muy bien
definida por el porte de sus sillares y ventanas enrejadas, resultaba tan
engañosa a los sentidos que una de las ventanas correspondía a la casa de
tapial del lado izquierdo y la otra ventana a la casa, no menos humilde, del
lado derecho, llevando la puerta principal de acceso a un patio de vaya a saber
quién era el propietario. Más adelante vi otros ejemplos como el de esta vivienda con un
costado impoluto, donde la pulcritud de uno de sus moradores se ve realzada por
la desidia del otro.
Peor suerte corrió el convento de las monjas agustinas fundado en
el s. XV, repartido entre ocho vecinos, hecho que me dio la oportunidad de
tomarme a media tarde un gin tónic en el interior del cenobio, sin saber, eso
sí, en qué parte del mismo estaba, ¿quizás el refectorio?, porque en ese lugar ahora está ubicado el bar del
alcalde. El Hospital de Nuestra Señora de la Concepción del s. XVII y la
sinagoga también siguieron los mismos pasos, de modo que un rico patrimonio se
vaporizó en el tiempo y pasó a formar parte del patrimonio privado.
Y así llegamos al final de la calle donde topamos con la fachada
de una casa bien enjalbegada. La cal la impregnaba de un aspecto rústico igualándola a
las demás pero se distinguía de ellas por el porte señorial que le daban
sus dimensiones, las recias rejas y la placa conmemorativa que anuncia que en
aquel lugar se erigió en tiempos el convento de San Agustín. Mientras
esperábamos a que el dueño, José María González, nos abriera la puerta para
acceder a las ruinas del convento, el guía conjeturaba en una plazoleta vecina sobre
la ubicación de un arco medieval de acceso a la villa del que solo queda un viejo escudo en la pared del patio de un vecino; medio oculto por la plantas solo es posible contemplarlo cuando la brisa mueve las hojas. Con pocos ánimos de salir de la sombra que nos resguardaba del inclemente sol distrajimos nuestros ojos, haciendo tiempo, en la casa del cura, la cual tenía una fábrica de buen sillar y un historiado blasón.
Al cabo de un rato salió de su casa un señor bien conservado para
su edad, elegante, extrovertido y de trato afable que reclamó para sí ser tuteado, incluso antes de que ninguno de los presentes se dirigiese a él, con un campechano José María a secas, amenazando con excomunión a quien le llamase don José Mari, algo que le sacaba de quicio, según afirmó taxativamente. Con amabilidad nos hizo
pasar por una estancia aledaña a la casa principal que llevaba al corral. La sorpresa fue cunado nos topamos de frente con un bonito ábside de estilo gótico rodeado de
contrafuertes. Solo entonces comprendí porqué por la mañana, el guía nos dijo que
intentaríamos visitar una casa convento. Lo propio hubiera sido decir que
visitaríamos un convento situado dentro de una casa. Se trata del convento de frailes
de San Agustín fundado a comienzos del s. XIII por D. Juan Manuel, hijo del infante Manuel de Castilla, sobrino de Alfonso
X el Sabio y nieto de Fernando III el Santo. Esta familia, estrechamente vinculada a la realeza, obtuvo el Señorío
de Villena que abarcaba un inmenso patrimonio y una autonomía similar a la de
los otros reinos peninsulares. El castillo de Garcimuñoz fue el palacio en
torno al cual se reunió una numerosa corte de aduladores en busca de títulos y
privilegios. Incido en esto brevemente para que seamos conscientes de lo que
este humilde pueblo de hoy llegó a ser en la convulsa España medieval.
José María, licenciado en Ciencias Políticas y abogado de
profesión es el erudito del pueblo, autor de un libro sobre la historia de la
villa, así es que Gerardo, inteligentemente, le cedió el testigo y pasó a
explicarnos el convento con todo tipo de detalles. Tras las desamortizaciones
de Mendizábal y Madoz, que supusieron la venta masiva de propiedades y
edificios religiosos a personas privadas, el convento, tras diversos vaivenes, pasó
a manos de su bisabuelo. Del convento apenas se conservan el mencionado ábside de la
iglesia, una capilla lateral que sirve de almacén de restos de piedras talladas
de fina factura y algún lienzo del claustro que no tardará en caer, hoy
convertido en un tupido herbazal. Sobre los lienzos de lo que fue el altar
mayor resalta un claroscuro de un extraño y llamativo elemento decorativo que a
primera vista podrían parecer engaños de tracería morisca pero cuando centras
más la atención descubres algo mucho más prosaico pero no por eso menos bello.
Se trata de nidales para las palomas que algún antepasado de nuestro cicerón mandó
construir para aprovisionar la despensa de pichones. Nunca el Espíritu Santo
vio tanta progenie a su alrededor, ni hubo palomas más bendecidas pues nacieron
en tierra sagrada entre el escudo arzobispal y los gabletes* de los arcos
apuntados que posiblemente en su día acogieron en sus vanos sepulturas de ilustres
castilleros.

Antes de irnos José María tuvo la gentileza de mostrarnos también
su casa, una preciosa vivienda del siglo XIX acorde al estilo burgués de la época,
con techos y paredes pintados a mano, lámparas modernistas, suelo de baldosas
hidráulicas, mobiliario de época donde no faltaba tampoco un piano desafinado,
ni fotos en color sepia o blanco y negro de la familia, o un retrato de su
abuelo médico dibujado a lápiz, de muy buena calidad, a decir de Albareda,
nuestro académico de Bellas Artes del grupo de los Patas.
En Garcimuñoz, como en muchos sitios, se han borrado las huellas físicas
de un trozo de su historia no por el paso del tiempo sino, en este caso, por
premeditación y alevosía del Santo Oficio que se encargó de diezmar a la
numerosa población judía que allí habitaba y, con ellos, a sus casas, su
sinagoga y hasta su aljama entera de la que nada queda salvo la certeza de que
un día existió y unas huellas que solo pueden rastrearse en el trazado de sus
calles. La relevancia de éstos en la vida económica de la villa y,
especialmente, en el entorno del Marqués de Villena como prestamistas, les
acarreó numerosos enemigos entre los cristianos viejos que avivaron el
antisemitismo. El Tribunal de la Inquisición inició una persecución sin tregua
de los judíos en nombre de la fe de Cristo poniendo tanto celo en erradicar la herejía como en adueñarse de los bienes de los condenados,
que obligados por la fuerza y el temor a perder la vida y
haciendas hubieron de convertirse al catolicismo. Los que no lo hicieron se vieron forzados a abandonar sus
casas o fueron condenados por prácticas judaizantes como encender un candil el
viernes o tener mandrágoras en casa, una planta muy apreciada por las brujas y magos para hacer sus conjuros.
Otra puerta de acceso a la villa y corte del Castillo de
Garcimuñoz, es la Puerta del Sol, situada a mediodía. La imaginaria puerta
había desaparecido hace muchos años pero el inclemente sol permanecía en lo
alto dejando mínimas sombras donde guarecernos. Desde el altozano se divisa a un
par de kilómetros un monolito que indica el paraje donde el poeta y capitán de
la reina Isabel la Católica, Jorge Manrique, cayó herido mortalmente por una
flecha, en una refriega que enfrentaba a la reina con el díscolo y poderoso
Marqués de Villena, dueño y señor de aquellas tierras. Hasta entonces yo había
creído en otra versión donde se cuenta que murió en el asalto a sus
murallas. Visto así, la muerte fue menos heroica pero no por ello menos cierta.
Desde las ruinas de la iglesia de San Juan, a dos pasos de donde
toman el sol o el fresco según las estaciones, los padres de Rosario, se divisa
un lienzo de la muralla que rodeaba la villa, tan solo e inerme como un
huérfano desamparado y un poco más acá, coronando un cerrillo, otro resto de la misma, éste en forma de arco ojival, desde donde se domina una bonita panorámica del pueblo con su
castillo.

Para terminar la visita bajamos hasta la Fuente de Abajo, un sitio
la mar de curioso y digno de visitar porque en pocos sitios de España
encontraréis otro igual. Se trata de una conducción subterránea que recoge el
agua de un manantial. Termina en una fuente situada en el interior de lo que
parece una ermita, a juzgar por los arranques de las nervaduras que recorrerían
una bóveda hoy desaparecida. Las aguas vierten, ya en el exterior, en un
abrevadero para caballerías y ganado, y también para los paseantes como
nosotros que a esas horas ardientes de mediodía ya bien entrado, refrescamos el
gaznate con su agua fresca. Pero lo curioso de ver está en el interior del
subterráneo. Pasamos en pequeños grupos de cuatro o cinco acompañados por el
guía. Doscientos y pico metros por un estrecho pasadizo de no más de 1,80
metros de altura y tramos de menos de 1,50 metro que te obliga a avanzar agachado. El techo se alarga en forma de
ojiva longitudinal hasta cada recodo desde donde arranca un nuevo tramo. A
trechos hay chimeneas de ventilación. En un punto el subterráneo se bifurca en
dos ramales, uno que dicen que va hasta el castillo y otro hasta la poza donde
se recoge el agua del manantial que corre por un estrecho canalillo debajo de
nuestros pies. La iluminación, ora verdosa, ora roja o morada, pone un
contrapunto enigmático a la galería.
La guinda del pastel la puso la paella que comimos en el bar de
Santos. Se hizo de rogar más de una hora pero sobrevivimos a ese vía crucis con
unos buenos tercios de cerveza y el picoteo que las acompañaba. Y allí, en
agradable compañía y buena conversación saciamos el hambre y la sed.
El resto de la tarde la pasamos repartida entre la visita al
interior del castillo, del que no volveré a hablar, unas refrescantes bebidas
en el mencionado lugar indeterminado del desaparecido monasterio de las
agustinas y en la acera de la casa de Rosario reguardados a la sombra y expuestos
al fresco que bajaba de las ruinas de San Juan y enfilaba la calle donde
teníamos sentados nuestros reales entre chanzas y risas reponiendo fuerzas y
gozando del merecido descanso de tan intensa visita.
Y así, queridos lectores, pongo fin a este relato y me despido del
Castillo de Garcimuñoz haciendo uso de los versos del ilustre poeta Jorge
Manrique:
“Dejónos harto consuelo
su memoria”
*Obispero: término figurado que me vino a la memoria cuando José
María mencionó la larga lista de obispos que proveyó al mundo el pueblo.
*Gablete: Remate decorativo de líneas rectas y ápice agudo, a
manera de frontón triangular, que corona los arcos u ojivas de ventanales y
vanos; es un elemento característico del primer periodo gótico.
*Castilleros: Gentilicio de los habitantes del Castillo de
Garcimuñoz.